jueves, 29 de diciembre de 2022

Mística del silencio: san Agustín - y II (Silencio - XIV)



            La predicación, en general, la liturgia de la Palabra por tanto, será eficaz, fructuosa, si el sonido llega al corazón y allí escuchamos al Maestro interior:

            “Volveos a vuestro interior, y si sois fieles, allí encontraréis a Cristo. Es él quien os habla allí. Yo grito, pero él enseña con su silencio más que yo hablando. Yo hablo mediante el sonido de mi palabra; él habla interiormente infundiendo pensamientos de temor. Grabe él, pues, en vuestro interior las palabras que me atreví a deciros… Puesto que hay fe en vuestro corazón y, en consecuencia, habita Cristo en él, él os enseñará lo que yo deseo proclamar” (Serm. 102,2).



            Es ésta una enseñanza muy querida y repetida por San Agustín, la del sonido de su predicación y el Maestro interior que revela:

            “Y yo no digo a vuestros oídos tanto cuanto esa fuente misma mana, sino cuanto puedo comprender para trasvasar a vuestros sentidos, mientras ella misma obra en vuestros corazones más abundantemente que yo en vuestros oídos” (In Ioh. ev., tr. 22,1).

            “Todos los hombres de aquel reino serán aprendices de Dios, no oirán a los hombres. Y, si algo oyen a los hombres, sin embargo, lo que entienden se da dentro; dentro resplandece, dentro se revela. ¿Qué hacen los hombres que informan por fuera? ¿Qué hago yo ahora, cuando hablo? Introduzco en vuestros oídos el ruido de las palabras. Si, pues, no revela quien está dentro, ¿por qué explico, por qué hablo? El cultivador de árboles está fuera; el Creador está dentro” (In Ioh. ev., tr. 26,7).

            “Que, pues, crezcáis y la captéis [la luz inteligible] y, cuanto más crecéis, tanto más y más la captéis, debéis pedirlo y esperarlo no de este profesor que emite sonidos a vuestros oídos, esto es, planta y riega trabajando por fuera, sino de ese que da el crecimiento” (In Ioh. ev., tr. 97,1).


            Entrando en la morada interior, y conociéndose, el hombre ora dando gracias o pidiendo gracia humildemente; es en lo interior donde la oración se produce: “que cada uno se examine y dé gracias al dador por todo el bien que encuentre en sí, referente a nuestra justificación; y al mismo tiempo que le da gracias, pídale lo que aún no le ha otorgado, pues si tú te enriqueces recibiendo, él no se empobrece dando. Por muy amplias que sean tus fauces y voluminoso el vientre, la fuente vence al sediento” (Serm. 159,9).

            El camino agustiniano es siempre de lo exterior a lo interior, y de lo interior a lo supremo, a Dios: “Vuelve a tu corazón, y desde él asciende hasta Dios. Si vuelves a tu corazón, vuelves a Dios desde un lugar cercano” (Serm. 311,13).

            Con esa clave, san Agustín comenta y explica la parábola del hijo pródigo:

            “Tras abandonar a Dios, comienza a amarse a sí mismo, y para amar lo que está fuera de sí, sale de sí mismo… Ya estás viendo que te encuentras fuera. Comenzaste a amarte; si puedes, mantente en ti. ¿Por qué vas fuera? ¿Te has hecho acaso rico con el dinero, tú, amador del dinero? Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste. Por tanto, cuando el amor del hombre desde sí mismo se pone en movimiento hacia las cosas que están fuera, comienza a hacerse tan vano como las cosas con las que anda y, en cierto modo, a derrochar sus fuerzas como si fuera un hijo pródigo…

            Y volviendo a su interior. Si volvió a su interior, es que había salido de sí. Quien había caído fuera de sí y se había alejado de sí, como primera cosa vuelve a sí para volver allí de donde había caído fuera de sí. Del mismo modo que, cayendo fuera de sí, permaneció en sí, así volviendo en sí, no debe permanecer en sí para no volver a salir de sí. ¿Qué dijo al volver en sí para no permanecer en sí? Me levantaré e iré a mi padre. He aquí que el haber caído fuera de sí equivalía a haber caído fuera de su padre; había caído fuera de sí; de sí mismo había salido hacia las cosas que están fuera. Vuelto a sí se dirige hacia el padre, donde encuentra refugio segurísimo” (Serm. 96,2).

            Y también:

            “Actúas así porque, abandonando a Dios y amándote a ti, saliste hasta de ti, y aprecias ya, más que a ti, a otras cosas que están fuera de ti. Vuelve a ti mismo; mas, cuando hayas vuelto de nuevo a ti, no permanezcas en ti. Antes de nada, vuelve a ti desde lo que está fuera de ti, y luego devuélvete a quien te hizo, a quien te buscó cuando estabas perdido, a quien te alcanzó cuando huías y a quien, cuando le dabas la espalda, te volvió hacia sí. Vuelve, pues, a ti mismo y dirígete a quien te hizo” (Serm. 330,3).

            Es, así pues, un concepto muy rico: ¡la interioridad!, y para san Agustín es un punto clave en su filosofía, en su teología y en su espiritualidad. Haciendo silencio de lo exterior, de las voces del mundo creado y de los propios sentidos, el hombre crece si entra en el silencio de su interioridad y, desde allí, se trasciende a lo superior: ¡Dios!

            El hombre vale por lo que es en su interioridad, examinándose a sí mismo, allí donde Dios ve la verdad del corazón.

            La formulación más precisa y conocida del principio de la interioridad-silencio es la siguiente: “No quieras ir fuera; entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad; y si vieras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo” (De vera rel., 72).

            Se resume así: de lo exterior a lo interior, de lo interior a lo superior. Esto, claramente, es aplicable a la liturgia, a la verdadera inserción y participación en la celebración litúrgica.

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