3. La palabra humildad proviene de
“humus”, tierra. Es, por tanto, un reconocer que somos de tierra, que somos
criaturas, y, como tales, débiles, frágiles, pequeñas, heridas además por el
pecado.
El soberbio olvida lo que es, es arrogante, prepotente, jamás reconoce
ni sus fallos ni sus pecados ni las tendencias del corazón, pero la humildad
nos conduce al conocimiento propio, a vernos y conocernos como Dios nos ve y
nos conoce, y postrados ante Él, reconocer y confesar lo que somos, saber de
nuestros pecados, y abandonarnos confiadamente en los brazos de Dios para que
Él nos perdone, Él nos santifique, y hasta de nuestros pecados pueda sacar
bienes.
La soberbia nunca hace silencio para
entrar en lo interior, tal vez porque teme descubrir muchas cosas que le
desagradarían; o se contenta con un examen de conciencia muy superficial y
rápido sin descubrir nunca ningún pecado ni mortal ni venial ni ninguna falta o
debilidad.
La humildad, por el conocimiento propio, por el examen de
conciencia, es extremadamente delicada, entra en el santuario interior de la
conciencia, ve y asume y acepta su propia realidad y pecado, descubre sus
faltas de delicadeza en el amor al Señor, su pequeña fe y desconfianza, su
falta de esperanza teologal y sus esperanzas humanas, muchas veces, demasiado
terrenas.
La humildad es muy necesaria porque permite conocernos como Dios nos
conoce, e incluso sabiendo que nunca acabaremos de conocer las profundidades de
nuestra alma. “La humildad y el propio conocimiento... es lo que más nos
importa...” (IM 1,13), escribe Teresa de Jesús. S. Juan de Ávila señala igualmente: “el
conocimiento propio da humildad y hay que pedirla a Dios” (Audi Filia, c. 64).
4. Ser humilde es reconocer los
dones, gracias, talentos, carismas, que el Señor ha concedido y ponerlos en
juego para su Gloria y el bien de la Iglesia. Lejos del apocamiento o la timidez, o la
falsa humildad, que esconde y entierra el talento recibido, la humildad
verdadera se entrega, es activa y diligente, pero sin arrogancia, si presumir
ni alardear, sin atribuirse a uno mismo las cualidades sino a Dios que las
reparte.
Es una confianza sencilla y dócil, y, poniéndose en las manos del
Padre y en profunda comunión con Cristo, se entrega y fructifica lo recibido.
Aquello que obtiene, el fruto, los resultados, el bien que ha hecho le lleva a
sentir legítima satisfacción y alegría, pero lo atribuye a Dios, y le da
gracias; el soberbio se lo atribuye sólo a sí mismo, despreciando la gratuidad
de Dios.
Le dijo el Señor a Santa Teresa: “Esta es la verdadera humildad,
conocerse cada uno y lo que Yo puedo” (R 28). Y es bueno, casi como
un espejo para el alma, mirar “cómo cada cosa buena que hagamos no viene su
principio de nosotros, sino de Dios” (IM 2,5).
Sin la humildad es muy fácil caer en
la arrogancia y en la prepotencia, no tanto de palabras, cuanto de modo de
comportarse y tratar a los demás, porque la humildad lleva a reconocer que lo
que uno tiene es un don recibido, y mira a los demás con amor y respeto
reconociendo lo bueno de los demás, de su carisma, o espiritualidad, etc., pero
la arrogancia hace que uno sólo vea como bueno o válido lo propio y mire y
trate a los demás muy por encima del hombro.
Los verdaderos santos han sido
siempre humildes, ofreciendo lo que tenían, pero valorando, respetando e
incluso fomentando lo bueno que veían en otras personas, en otras
espiritualidades o vocaciones. Es la humildad sincera que sí permite edificar la Iglesia; la arrogancia y
la prepotencia, aunque vestida con capa de humildad, humilla a los otros, los
ignora, los trata como de segunda categoría y eso hace daño a la Iglesia, es un
antitestimonio del Reino.
La
arrogancia se previene fácilmente cuando uno de verdad, no sólo de palabra,
conoce su insuficiencia, su pobreza y debilidad y hasta los propios pecados;
entonces no tiene valor de levantar su corazón con arrogancia, sino de
humillarse ante el Señor y vivir en humildad.
Es el aviso de S. Bernardo:
“Quien se conceptúa modestamente nunca será sobornado por ese doble filo de juicios falsos sobre sí mismo, teniéndose en más de lo que es o atribuyéndose algo a sí mismo. Asume pacientemente sus propias carencias y disfruta con humildad, no en sí mismo, sino en el Señor, los valores que reconoce tener” (Sobre el ministerio episcopal, 19).
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