Tan grande es la Palabra, que en silencio
brota como escucha, admiración y alabanza. No es un callar porque no haya nada
que decir, escribir, predicar o anunciar; es la glorificación de la Palabra misma, que supera
todo conocimiento y toda filosofía. En silencio se recibe, en silencio se ama,
en silencio se adora.
De
aquí se concluye cómo hay un silencio muy conveniente para la teología y para
el mismo teólogo, un silencio de escucha y oración contemplativa del Misterio
antes que el academicismo o las normas metodológicas para una redacción formal
(notas a pie, forma de citar, etc.). La verdadera teología es palabra que nace
del silencio del teólogo adorando el Misterio (y qué sabor tan distinto de las
pseudoteologías que son ideologías sin más).
La
adoración nos sitúa ante el Misterio mismo: “Con esta palabra sólo podemos
encontrarnos en la adoración. La adoración no sólo ayuda a la palabra,
traspasando todas las comprensiones (o incomprensiones) y motivos (o
contramotivos) humanos, a llegar, hasta lo infinito, sino que hace de antemano
que todos los sentidos e interpretaciones finitos comprendidos por nosotros se
trasciendan y completen en un sentido infinito y en una significación infinita”[1].
El
teólogo –la teología en general- hablará de lo que recibe, de lo que ve, de lo
que ama contemplando (contemplata aliis tradere…), y una teología puede
medirse, ver su verdad y su calidad, por la adoración y por la obediencia. “La
teología de la Iglesia
no puede olvidar un solo instante las raíces de que se alimenta: la adoración,
en la que vemos el cielo abierto en la fe; y la obediencia de vida, que nos
hace libres para entender la verdad”[2].
La
vocación del teólogo para la teología –que es vocación propiamente y, al mismo
tiempo, muy poco valorada- se fragua en el silencio y adoración ante el
Misterio, porque de ahí bebe el teólogo para luego traducirlo en palabras
claras, inteligibles, en cada época. “Esto tienen que hacerlo los individuos
aislados, que dan su vida por la gloria de la teología: por la gloria de ese
fuego devorador, entre el abismo de la noche de la adoración y el abismo de la
noche de la obediencia”[3].
¿Tan
alta, tan importante es la vocación y misión del teólogo que requiere tanto
estudio como al igual que tanto tiempo de silencio y contemplación? “Entendemos
aquí el título de teólogo en su sentido más pleno: como título de un maestro y
doctor dentro de la Iglesia,
cuyo ministerio y cuya misión consisten en exponer la revelación en su plenitud
y totalidad, es decir, en considerar la dogmática como el punto central de su
labor”[4].
Los
Padres, los doctores de la
Iglesia, los grandes teólogos, han sido personalidades
totales, porque lo que enseñan lo viven, con unidad, de manera que no hay en
ellos el dualismo entre dogmática y espiritualidad, porque su teología era de
por sí espiritual, con unción, y brotaba del silencio contemplativo.
La
teología no era disputa, ni ideología, ni doctrina académica que nada tuviera
que ver con la fe vivida, lo pastoral y la vida cristiana-eclesial: “la
teología verdadera, la de los santos, pregunta –obedeciendo a la fe, respetando
la caridad, y no perdiendo jamás de vista el centro de la revelación- qué
pensar, qué modo de plantear los problemas, qué vías intelectuales del hombre
son adecuados para esclarecer el sentido de la revelación misma. Este sentido
no consiste en modo alguno en transmitir al hombre conocimientos abstrusos y
ocultos, sino en unirle más estrechamente con Dios su existencia entera,
también su existencia espiritual, intelectiva”[5].
Sin
duda, lo mariano, una vez más y también aquí, es forma de la teología. La
actitud de María es de contemplación, un recibir del Dador, una receptividad
amorosa constante, en su seno maternal-virginal. Recibe, medita sobre ello para
entregarlo después, dándolo a luz, al mundo. Esta imagen mariana contiene muy
bien lo que es el teólogo y la teología, vueltos al Misterio.
O,
en lugar de la figura mariana, la imagen del coloquio esponsal, confidente,
íntimo, recogido, puede señalar bien el silencio del teólogo y de la teología:
“La doctrina de la fe se produce siempre en la Iglesia en un diálogo
viviente entre el Esposo y la
Esposa (entendiendo a ésta como la Esposa mariana). El Esposo
es el que dona; la Esposa
la que asiente”[6]. Todo está marcado por el
silencio de la contemplación para recibir del Esposo, para oír a Cristo el
Esposo al manifestarse. “La teología participa de manera especial en la
santidad matrimonial de la Iglesia…
La teología es, en primer lugar, contemplación del Esposo por la Esposa. Esta
contemplación será tanto más objetiva, profunda y amplia cuanta más luz y
gracia le comunique el Esposo a la Esposa”[7]. Por
eso la mejor teología, la teología de los santos, “es esencialmente un acto de
adoración y de oración”[8]. ¡Esa
es la norma que cualifica cualquier teología, el criterio que la discierne!
Con
esto se llega entonces a ver la teología en su pureza, en su rasgo fundamental,
con una nueva luz: “La oración es, así, la única actitud objetiva ante el Misterio. Y la fe obediente es la “falta de
presupuestos” de la ciencia teológica, pues ésta significa la tabula rasa del amor del corazón, que lo
espera todo y no se anticipa a tomar nada”[9].
[1] H. U. von BALTHASAR, “El
lugar de la teología”, en Verbum caro,
195.
[2] Balthasar, “El lugar de la
teología”, 199.
[3] Id., 207.
[4] H. U. von BALTHASAR,
“Teología y santidad”, en Verbum caro,
235.
[5] Balthasar, “Teología y
santidad”, 254.
[6] Id., 260.
[7] Id., 262.
[8] Id., 265.
[9] Id., 266.
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