Pero es necesario, aún más,
ahondar en el silencio y su relación con la verdadera teología, porque de aquí saldrá
el esbozo fundamental de qué es la teología y el valor del silencio como
elemento contemplativo en un continuo recibir, escuchar, contemplar. Interrelación
constante: Palabra y silencio, teología y silencio, contemplación y donación.
Seguimos aquí la reflexión de von Balthasar[1].
Con
la hondura habitual de este teólogo, el autor examina la relación entre la Palabra y el silencio,
algo específicamente propio de la experiencia cristiana. Hay, en general, un
deseo de silencio: “En todas las religiones se da un hastío de la palabra y una
fascinación por el silencio”[2].
El
cristianismo parte de la revelación de Dios mismo, de su plenitud en Jesucristo
y de un hecho histórico: Cristo nacido, muerto y resucitado. Con palabras ha de
transmitir y predicar y, sin embargo, le es connatural también el silencio
porque está tratando de los misterios divinos. “Muy pronto, en el primer paso
que se da después de la época de los Apóstoles, en Ignacio de Antioquía, el
silencio levanta su cabeza por encima de la palabra; y lo hace con unas
fórmulas tan definitivas, que no han sido jamás superadas y que apenas se han
vuelto a alcanzar alguna otra vez en el cristianismo”[3].
Balthasar
aduce como prueba algunos textos de S. Ignacio de Antioquía, a cual más
hermoso:
“Es mejor callar y ser que hablar y
no ser. Bueno es el enseñar, cuando se hace lo que se dice. Sólo Uno es, pues,
Maestro: el que dijo y se hizo. Pero también lo que hizo en silencio, es digno
del Padre. El que posee verdaderamente la palabra de Jesús, puede oír también
su silencio, a fin de que sea perfecto, a fin de que actúe por lo que dice y
sea conocido por su silencio” (A Ef., 15,1-2).
[El Padre] “el cual se ha revelado
por medio de su Hijo Jesucristo, que es su Palabra salida del silencio” (A
Magn., 8,2).
Los
grandes misterios de Cristo han ocurrido también en el silencio: “tres
misterios que hablan en voz alta y que fueron realizados en el silencio de
Dios” (A Ef., 19,1), como son la concepción y nacimiento virginales y la muerte
en cruz. La experiencia del Misterio supera las palabras.
Con
san Clemente de Alejandría tenemos ya el principio de una teología negativa que
sabe que no puede abarcar a Dios ni comprenderlo por completo ni decirlo por
entero. “El Logos hecho hombre es, empero, el que nos saca de nuestros límites
abriéndonos a la realidad inaprensible de Dios”[4], como
escribe san Clemente de Alejandría:
“Una vez que hemos quitado todo lo
que se adhiere a los cuerpos y a las llamadas cosas corporales y nos sumergimos
en la grandeza de Cristo para desde allí acceder con santidad hasta lo
infinito, entonces nos acercaremos de alguna manera a la percepción del
Todopoderoso y conoceremos no lo que Él es, sino lo que no es” (Strom., V,
71,3).
Todo
viene dado por la Palabra,
Palabra única y definitiva, que hay que escuchar y acoger, y ante esta Palabra,
enmudecen las palabras, guardando silencio. Como dice Orígenes:
“Toda palabra de Dios, que en el
comienzo estaba en Dios…, es algo distinto de las palabras. La palabra es algo
uno compuesto de múltiples sentencias, pero ninguna de esas palabras es
Palabra: El que habla las cosas verdaderas, aun cuando hablase sobre todo y no
dejase fuera nada, sólo diría, sin embargo, una sola cosa. Los santos, que
siempre se atienen únicamente a la
Palabra Única como meta, no hablan mucho” (In Ioh., ev.,
V,4-6).
O
como dice también san Agustín:
“En el principio era la Palabra. Esto sólo
puede entenderse sin palabras; no se entiende con palabras humanas. La Palabra es una cierta
forma sin forma, pero que es la forma de todas las cosas que tienen forma… Todo
se encuentra en ella; y, sin embargo, como es Dios, todo se encuentra asimismo
por debajo de ella. Hemos dicho cuán incomprensible es lo que fue leído; pero
no lo hemos leído para que el hombre lo comprenda, sino para que se duela de no
comprenderlo y se aplique a percibir la Palabra inmutable… Hablamos de Dios; ¿qué
extraño, pues, que no comprendas? Si lo comprendes, no es Dios. Tocar un poco a
Dios con la mente es una gran felicidad; pero comprenderle es imposible… La Palabra se hizo carne para
alimentarnos con la leche de los menores de edad” (Serm. 117).
Lo
más sólido es la acción con que la
Palabra se hizo carne, y esta acción es una palabra
silenciosa. Para san Agustín la palabra y la respuesta que se dan entre Dios y
el hombre, entre Cristo y la
Iglesia, rebasan hasta tal extremo lo decible, que las
palabras se disuelven en una alabanza sin palabras. Y es también san Agustín
quien afirma que “todas las palabras de la revelación se concentran en una
única palabra, la caridad, que habla más por hechos que por palabras”[5].
La Palabra de Dios brotó
históricamente de la callada ocultación de Dios, como muy bien lo entendió S.
Ignacio de Antioquía, como antes, en la predicación paulina: “según la
revelación del misterio mantenido en silencio por tiempos eternos” (Rm 16,25),
misterio “que no fue dado a conocer” (Ef 3,4) a las generaciones pasadas como
lo ha sido ahora, por Cristo, en el Espíritu. Pero es más que la palabra
positiva de la Escritura
o incluso que su muerte redentora, es la “incalculable riqueza del misterio de
Cristo” (Ef 3,8-9) y la realización de ese misterio oculto.
Si
antes la Palabra
fue mantenida en silencio, ahora tras la revelación es de tal forma
superabundante que nos deja callados y admirados: nos queda conocer cuánto
supera el amor al conocimiento, es decir, abandonar el propio conocimiento para
ser poseídos por el conocimiento de Dios. Esto es obra del Espíritu de la Verdad.
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