La gloria del Señor es el mismo Cristo Jesús,
convertido en
luz de las gentes[1],
constituido Siervo de Yahvé porque él ha sido levantado y ensalzado sobremanera[2];
cordero de Dios llevado
al matadero[3],
él
ha sido el que "por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará"
(Is 53,11) en la mañana de la resurrección.
"Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria
que tenía a tu lado antes que el mundo fuese" (Jn
17,5).
El concepto gloria toma aquí otra acepción, no menos interesante.
Si
veíamos la gloria como santidad misericordiosa de Dios que nos salva en la cruz
de Jesús, aquí la podemos contemplar como majestad.
Mi Señor Jesucristo, cuando
tomó carne de la Virgen
por nuestra salvación, ciertamente se cubrió de gloria, puesto que vino a
buscar lo que estaba perdido... Se cubrió de gloria también cuando fue a la
cruz y sufrió la muerte... Para él la pasión de la cruz era también una gloria;
pero esta gloria no era gloriosa, sino humilde[4]
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