El fin de la liturgia es la
glorificación de Dios y la santificación de los hombres (cf. SC 7. 10). Es una
acción santa de Cristo mediante la Iglesia.
Por eso, la liturgia es de todo el pueblo santo de Dios,
implica a todos los fieles cristianos y todos toman parte de ella glorificando
a Dios y siendo santificados, cada cual según su ministerio y función: “En las
celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su
oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la
acción y las normas litúrgicas” (SC 28), evitando la confusión, o arrogarse
funciones que a uno no le correspondan, o generando un cierto democraticismo en
la liturgia, tan propio de la secularización.
La
liturgia no es una acción clerical que atañe sólo a los ministros ordenados
mientras los fieles asisten esperando a que todo se acabe pacientemente (y
realizando mientras sus devociones particulares y rezos), ni es una acción
indiscriminada de todos, donde todos puedan intervenir haciendo algo o
modificando la liturgia según sus propios criterios. La liturgia, según el
Concilio Vaticano II, es una acción jerárquica y comunitaria:
“Las acciones litúrgicas no son acciones
privadas, sino celebraciones de la
Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo
congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos.
Por eso pertenecen a todo el cuerpo
de la Iglesia,
influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo
recibe un influjo diverso, según la diversidad de órdenes, funciones y
participación actual” (SC 26).
Así
se fundamenta la participación litúrgica: pertenece a “todo el cuerpo eclesial”
(SC 26) pero cada uno hará “sólo aquello que le corresponde” (SC 28). Así
veremos qué diferente es participar de intervenir ejerciendo un servicio
litúrgico; cómo no se puede identificar participar con intervenir y que sí haya
un derecho a participar en la santa liturgia por el bautismo recibido, pero no
hay un derecho a intervenir, a leer, etc., quien quiera y cuando quiera, como
tampoco se participa más y mejor por desempeñar un servicio (moniciones,
ofrendas, colectas, etc.). Esta constitución arroja luz sobre qué es la
participación, su naturaleza y características ante la deficiente comprensión y
puesta en práctica que se ha hecho de la participación que reclamaba este
Concilio.
1)
Los fieles bautizados, reunidos, alaban a Dios en medio de la Iglesia, participan en el
sacrificio y comen la cena del Señor (cf. SC 10). El fruto de vivir así la
liturgia, o sea, de participar en el sacrificio eucarístico, es una vida
transformada en Cristo:
·
sean concordes en la piedad,
·
conserven en la vida lo que recibieron en la fe,
·
los fieles son encendidos y arrastrados a la
apremiante caridad de Cristo (cf. SC 10).
2) Para vivir
con fruto la liturgia se requiere una adecuada disposición personal por la cual
uno es introducido en el Misterio, gusta de Cristo, y se deja transformar
-¡siempre este verbo!- por la gracia. ¿Cómo se participa entonces “consciente,
activa y fructuosamente” (SC 11)?
Se
participa así cuando se vive la liturgia con conciencia clara y adorante del
Misterio y se ha preparado interiormente:
·
recta disposición de ánimo
·
poner el alma en consonancia con la voz
·
colaborar con la gracia divina para no recibirla
en vano (cf. SC 11).
3)
La Iglesia,
con la reforma litúrgica que llevó a cabo, deseaba promover la educación
litúrgica y la participación activa, de modo que los fieles tomaran parte en la
santa liturgia con mayor fervor y vivieran de la liturgia como maestra
espiritual, nutriéndose en la escuela del genuino espíritu cristiano, orando la
liturgia y orando a partir de la liturgia. Dice esta constitución:
“La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los
fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones
litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y
obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, "linaje escogido
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1P 2,9; cf. 2,4-5). Al reformar y fomentar la sagrada Liturgia
hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el
pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria de donde han de beber los
fieles el espíritu verdaderamente cristiano, y por lo mismo, los pastores de
almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral, por
medio de una educación adecuada” (SC 14).
La
participación aquí es calificada de “plena, consciente y activa”, “plena y
activa”: integrándose en la santa liturgia, recibiendo con plena conciencia lo
que allí se realiza y poniendo el corazón, es como se realiza esta tan deseada
participación que se logrará si antes hay, pastoralmente, una buena educación
litúrgica. Tampoco aquí se identifica esto con un “hacer algo” o “intervenir”
subiendo al presbiterio. Estamos en un orden espiritual y teológico de la
liturgia que resulta más amplio y hermoso que centrarlo todo a una actuación o
servicio en la liturgia.
4)
Participar requiere actitudes y comportamientos internos y externos; los
internos son la oración, el ánimo concorde, la escucha, el ofrecimiento de sí;
los externos son las respuestas, aclamaciones, cantos, posturas corporales
(santiguarse, inclinarse, ponerse de
rodillas, etc.). Ambos aspectos deben ir a la par. Por ello, Sacrosanctum
Concilium afirma: “Los pastores de almas fomenten con diligencia y paciencia la
educación litúrgica y la participación activa de los fieles interna y externa,
conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa” (SC
19). La reforma de la liturgia buscaba que los ritos expresasen con mayor
claridad el Misterio, se captasen más fácilmente y así se pudiese participar
mejor: “en esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que
expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible,
el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por
medio de una celebración plena, activa y comunitaria” (SC 21).
Añadamos
entonces, a esta suma, nuevos calificativos: participación “interna y externa”,
“plena, activa y comunitaria” (SC 21), ya que todos participan juntos, a la
vez, con una sola vez y un solo corazón, con unos mismos gestos uniformes,
formando el cuerpo eclesial.
5)
Sumamente interesante, respecto a la participación, y muy clarificador, es el
n. 30 de SC. Su perspectiva es la del conjunto de los fieles, el cuerpo
eclesial celebrando, sin identificar, por supuesto, participación con la
intervención directo de alguno ejerciendo una tarea.
La
participación activa, que hay que promover siempre, se logrará fomentando los
siguientes elementos:
·
“las aclamaciones del pueblo
·
las respuestas
·
la salmodia
·
las antífonas
·
los cantos
·
y también las acciones o gestos y posturas
corporales
·
guárdese, además, a su debido tiempo, un
silencio sagrado” (SC 30).
Éstos
son, así pues, los elementos que configuran la participación de los fieles que
debe siempre ir acompañada por la participación interior, la de un corazón
creyente viviendo la liturgia paso a paso, momento a momento.
La
liturgia es una obra sinfónica donde cada cual sirve al conjunto realizando su
propia parte, para que, con armonía, se realice santamente la liturgia, con una
interacción constante entre los ministros (sacerdote, diácono, acólito, lector,
coro, salmista…) y todos los fieles.
Detengámonos
un momento en este punto crucial para entender la participación litúrgica
común:
“En
la asamblea cristiana reunida para la celebración de una acción litúrgica se da
un diálogo, donde los interlocutores son numerosos; hay palabras del celebrante
y respuestas de la multitud, invitaciones del diácono a la oración, cantos del
coro o schola cantorum, en los que
participa también el pueblo fiel; se oye la voz del lector, hay también ratos
de silencio… Todo esto está ordenado a promover una participación activa de
todos los asambleados en la celebración litúrgica.
Se
comprende bien que existan aclamaciones que manifiestan el júbilo, la fe y la
conformidad del pueblo de Dios, como “Amén”, que es la réplica de nuestra fe al
Señor que nos habla; la expresión de nuestro gozo cuando oímos hablar de las
grandezas y de la perfección de Dios o del triunfo de Jesucristo; expresa
también nuestra asentimiento con la oración que acabamos de escuchar; o el alleluia, expresión de la alabanza a
Dios y el deseo de que toda la vida sea una continua alabanza divina; o el Deo gratias, con el que se manifiesta
una gratitud a Dios por los bienes de que nos colma, por las maravillas que nos
hace, o la adoración de su grandeza, de sus perfecciones, de su poderío y de su
santidad…
Es
lógico que la Iglesia
haya llevado a la liturgia, junto con las fórmulas, también el expresivo
movimiento del cuerpo. El hombre posee dos clases de lenguaje: la palabra y el
gesto, entendido éste en el sentido más amplio de la postura del cuerpo. El
primero se dirige a los oídos; el segundo, a los ojos. Y con la unión de uno y
otro se llega a expresar perfectamente el propio pensamiento.
La
importancia de los gestos, actitudes, movimientos, tanto en los particualres
como en los grupos o en toda la comunidad cristiana, se funda en el hecho de
que, con ellos, los pensamientos y los sentimientos internos del culto se
manifiestan también en todo el cuerpo”[1].
[1] GARRIDO BONAÑO, M,
“Reforma litúrgica” en AA.VV., Comentarios
a la constitución sobre la sagrada liturgia, Madrid 1964, 277-279.
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