En efecto, la gloria que Jesús tenía antes que el mundo
fuese, no es otra que la misma divinidad, i.e., su majestad y poder creador
puesto que "todo fue creado por él y para él" (Col 1,16d), ya
que existía desde el principio, junto a Dios y, es más, era Dios mismo (cfr. Jn
1,1-18).
Se entiende mejor la afirmación de Jesús: "antes que naciese
Abraham, Yo Soy" (Jn 8,58), declarando así su majestad y poder (su
gloria) antes de hacerse carne y acampar entre nosotros (cfr. Jn 1,14), y se
comprende asimismo la afirmación de Pablo: "de haberla conocido [la
sabiduría divina] nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria"
(1Cor 2,8).
Poniendo Pablo a Cristo como Señor de la gloria, lo hace
equiparable a Yahvé, revelando así su divinidad.
Gloria y Majestad de Cristo, que no es otra que su
divinidad, la luz de su gloria.
Podemos contemplar la gloria de Dios, mirando a
Cristo que nos revela la gloria[1]:
Para la
nueva humanidad en camino, la gloria, es decir, la presencia activa de Dios, no
está ligada a un lugar material ni su morada es un recinto sacro, resplandece
en el Hombre, en Jesús. La gloria que la comunidad contempla es la de Jesús
mismo, que se identifica con la de Dios[2].
El Apocalipsis cantará la gloria del Señor Jesús,
constituido Señor:
"Al que nos ama, nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén" (Ap 1,5b-6).
[1] La gloria, la
santidad, la majestad, el poder, la sabiduría, acepciones todas que se derivan
del concepto "kabod" de Yahvé. Ver a Jesús es ver a Dios, ya que ver
la gloria de Dios equivale a ver a Dios y nosotros hemos visto su gloria (cfr.
1Jn 1,1ss): cfr. FIERRO, A., Sobre la gloria en San Hilario, Roma, 1964,
pág. 110.
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