1. En el vivir moral, hay una virtud
que es inculcada con especial insistencia por el Señor en las Escrituras y por
los auténticos maestros espirituales y Padres de la Iglesia; esa virtud es la
humildad. Nadie anda sobrado de humildad y, desde luego, todos la necesitamos,
pero la humildad verdadera, la que viene de Dios, la que aprendemos en la
medida en que vamos tomando la forma de Cristo Humilde en nuestra alma.
2. La humildad es, en primer lugar,
un abajarse, negarse a uno mismo en sus gustos, preferencias, opiniones y
proyectos, con tal de que Cristo sea afirmado y ensalzado en cada alma. Es la
frase paradigmática de Juan, el Bautista: “conviene
que Él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30), y el alma que anda en trato
de amor y amistad con Cristo no temerá ni rehuirá aquello que le suponga
desaparecer o empequeñecerse con tal de que brille sólo Jesucristo.
La soberbia
es creerse como Dios, hacerse igual a Dios, y poniéndose al nivel del Señor,
todo lo cree saber, todo lo hace para destacar, no aguanta más perfección que
la suya propia.
El soberbio programa su vida, da satisfacción a todos sus
deseos, rechaza que alguien brille más que él o le haga sombra y se constituye
en rival de Dios.
La soberbia quiere acapararlo todo y a todos, imponer e
imponerse, ser un diosecillo, pero la humildad ofrece, respeta, deja crecer en
libertad nunca es entrometida.
Cristo es el verdadero Humilde porque, según canta el himno de la
carta a los filipenses, “a pesar de su
condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario se
despojó de su rango... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y muerte
de cruz”.
Su humillación toma forma en su Encarnación y Nacimiento; es gran
humildad despojarse de su rango y hacerse hombre como nosotros, asumir nuestra
carne de pecado, nuestra condición finita, caduca, mortal, y experimentar y
cargar con todas nuestras debilidades; igual a nosotros, “excepto en el pecado”. Así aceptando la humildad de nuestra carne
la santificó y por su Pascua la redimió y glorificó. Por su humildad somos
elevados, somos ensalzados. Él se humilló y el Padre lo enalteció en la gloria
por su Ascensión.
La humildad en el alma católica es siempre participación o reflejo de
la Humildad
del Señor, y se participa así de su misterio redentor, con valor de reparación,
de expiación. Desde entonces, predicaba S. Agustín, el camino es la humildad
del Verbo encarnado; el primer camino, la humildad; el segundo, la humildad, y
cuantas veces me preguntes seguiré respondiéndote que la humildad...
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