jueves, 24 de noviembre de 2022

Equilibrio humano y madurez (Palabras sobre la santidad - CII)



            Leyendo las vidas de los santos, se va percibiendo hasta qué punto la gracia obró en ellos el fenómeno de la santidad, que les dio una madurez humana muy grande y consolidada, un equilibrio interior que se mantenía constante, sin sobresaltos, sin pasar de la euforia al hundimiento en seguida; una categoría humana muy superior por tener una serenidad y aceptación grandes en todo momento, así como firmeza en los principios y perseverancia en los buenos propósitos, sin cansarse de luchar, sin abandonar al momento, o sin ser veleidosos cambiando de proyectos sin concluir nunca ninguno.




            ¡Cuánto contrastan con la inmadurez actual, esa personalidad “líquida” de nuestros días, esa adolescencia prolongada durante años y años, también en consagrados! Los santos presentan una personalidad bien trabada, adulta (al margen de su edad), con unos rasgos de madurez que sorprenden, que destacan, que llaman la atención. La santidad –o sea, la gracia en ellos- influye en todo, también en el factor humano que no lo suprime, sino que lo eleva transformándolo.

            Esto ocurre de manera independiente del carácter del santo: ya sea más alegre y risueño o más serio y circunspecto, ya sea más introvertido o más extrovertido, más pesimista u optimista, más emotivo o más racional y calculador, más activo y emprendedor o más contemplativo y pausado… En caracteres tan distintos, reina en todos ellos la madurez y el equilibrio.


            San Pablo señala, entre los frutos del Espíritu, “el dominio de sí” (cf. Gal 5,22). La madurez de los santos tiene mucho que ver con este “dominio de sí”. Han ido corrigiendo y doblegando las pasiones que los asaltaban como a todos, logrando ese dominio de su personalidad. Por eso no se ven arrastrados con fuerza a sitios distintos sin poder controlarse; no pasan de la ira a la paz, y luego de la cólera al perdón: no experimentan los saltos bruscos, los cambios constantes de humor de quienes son inmaduros e incapaces de dominarse. No hay que temer en ellos pensando cómo estarán hoy o cómo hablarles hoy; son constantes, con estabilidad en el carácter. Tampoco irán cambiando de ideas y proyectos constantemente, sin consumar ninguno, sino que hay en ellos orden interior y perseverancia en el bien: viendo lo que es de Dios, paso a paso van trabajando sin cesar en la obra, sin despegarse de su centro, sin desorientarse, sin querer abarcar mucho para luego no hacer nada. Poseen un orden interior, tienen ordenada la vida sin determinarse por afecciones desordenadas.

            De esta forma se puede afirmar que así como la madurez y el equilibrio se dan en los santos, la ausencia es signo de lo contrario, de falta de santidad auténtica, aun cuando se revista de formas religiosas, o se justifique de algún modo (tareas pastorales, celo apostólico, etc.): no dejarán de ser una excusa ocultando la falta de santidad.

            Además, junto al “dominio de sí”, la madurez y el equilibrio de los santos tienen mucho que ver con el desarrollo y cultivo de las virtudes cristianas, firmemente asimiladas en su ser personal, configurando su actuar. Junto a las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad), las virtudes cardinales están, a la vez, actuando y gobernando: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, así como las virtudes auxiliares que se derivan de ellas. Estas virtudes dan un tono constante a la personalidad madura del santo. No hay santo que carezca de esas virtudes, o que posea alguna y otras no (y, por ejemplo, carente de templanza, se entregase a la comida y a la bebida en exceso… o que, por lograr fines buenos, careciese de justicia y atropellase los derechos, la dignidad o la buena fama de otros). Los santos son virtuosos, ricos en virtudes: así se forja su personalidad.

            Este proceso se da incluso en los santos que padecieron alguna enfermedad o trastorno mental, con deficiencias en su carácter que no eran voluntarias. La santidad también fue para ellos y apaciguaron en gran medida sus carencias psíquicas. “Hay que distinguir entre los dos terrenos de la santidad y de la psicología, ya que una gran santidad puede coexistir en la misma persona con reales trastornos psicológicos. Cristo ha venido para salvar a todos los hombres y llama a la santidad no sólo a los hombres bien equilibrados sino también a toda la muchedumbre de los introvertidos, de los deficiente y de los escrupulosos, en una palabra, a los pobres invitados al banquete nupcial” (Lafrance, J., Teresa de Lisieux, guía de almas, Madrid 2001 (3ª), 148).

            Y en general, la santidad, perfeccionando lo humano, confiere equilibrio a la personalidad. Sí, los santos son personas equilibradas y con orden. La santidad no se sitúa en primer lugar a nivel de lo que es visible a la mirada humana, sino que reside ante todo en el corazón secreto del hombre que acoge o rechaza libremente la salvación ofrecida por Jesucristo. Es ante todo una cuestión de conformidad con Cristo, que hace compartir al hombre el misterio de su vida de Hijo de Dios. Esta transformación por gracia transfigura progresivamente toda la vida humana. Ocurre en todos. Al lado de los grandes triunfos humanos de la santidad, tales como san Francisco de Sales y santa Teresa de Ávila, hay lugar para otros tipos de santidad más oculta pero sin embargo muy real, tal es el caso de los hombres que han acogido verdaderamente la gracia, pero que pasan toda su vida en un rudo combate contra un defecto o una tendencia enfermiza (cf. ibíd.). La santidad sanea el psiquismo humano. Y, en todos, les va dando la madurez y plenitud que todos buscamos.

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