“Cada mañana me espabila el oído para saber decir al
abatido una palabra de aliento” (Is 50). “Con los que ríen reíd, con los que lloran, llorad” (Rm 12,15).
“El
testimonio [de los santos] demuestra qué gran espacio de creatividad y de
servicio se abre en la Iglesia
tanto para los hombres como para las mujeres, sin discriminación alguna, cuando
se actúa con docilidad al Espíritu de Dios” (JUAN PABLO II, Ángelus, 16-octubre-1994).
“La gracia
del Señor, capaz de salvar y redimir también en esta época de la historia, nace
y crece en el corazón de los creyentes, que acogen, secundan y favorecen la
iniciativa de Dios en la historia y la hacen crecer desde abajo y desde dentro
de las vidas humanas sencillas que, de esa manera, se convierten en las
verdaderas artífices del cambio y de la salvación. Basta pensar en la acción
realizada en este sentido por innumerables santos y santas... los cuales han
marcado profundamente la época en que han vivido, aportándole valores y
energías de bien, cuya importancia no perciben los instrumentos de análisis
social, pero que es patente a los ojos de Dios y a la ponderada reflexión de los
creyentes” (JUAN PABLO II, Discurso
a los participantes del VII Congreso Internacional de los Institutos Seculares,
28-agosto-2000).
Es Dios quien cuida de nosotros, es Dios quien puede curar todas
nuestras heridas, quien puede hacer cicatrizar nuestras llagas; así lo canta el
salmo 146: “él sana los corazones
desgarrados, venda sus heridas”. Experimentamos y recibimos cómo Dios es
Medicina para nosotros, tan débiles, tan cansados, con tantas cosas que nos van
haciendo daño en la vida, con tantos pecados que nos destrozan por dentro. Pero
Dios es la mejor medicina, Dios nos cura y nos salva.
Al
igual que esa misión medicinal de Rafael arcángel en el libro de Tobías, todos los santos han sido
una medicina de Dios para cada tiempo y para cada problema en circunstancias
históricas concretas y distintas.
Ha habido santos que han curado las llagas de la
enfermedad cuidando enfermos, creando hospitales, estando con los leprosos con
los que nadie quería estar; o la llaga de la ancianidad: ¡cuántos santos,
cuántos religiosos santos hoy, están entregados en cuerpo y alma a los ancianos
que carecen de familia! Son medicina de Dios para esos ancianos.
También hubo
santos que fueron medicina trabajando con los niños y los jóvenes, cuando sin
escuelas, por no tener dinero, se podían quedar perdidos, y crearon escuelas y
colegios, le dieron enseñanza y una profesión con la que poder vivir y
defenderse, y los llevaron a Cristo, que los constituye en verdaderas personas.
¡Y cuántos –aunque eso nunca lo sabremos hasta estar en el cielo-, cuántos
monjes y monjas habrán sido medicina de Dios por sus penitencias y sus oraciones
en favor de la Iglesia!
Consideremos también cuántos santos cercanos, de andar por casa, de los que nos
rodean y conviven con nosotros, son medicina de Dios porque son capaces de dar “una palabra de aliento al abatido”;
cuántos que son medicina de Dios visitando a los enfermos, dando de comer a los
hambrientos, escuchando al que está solo, o dando compañía a quien está
destrozado por la vida. También la santidad en este aspecto, es ser medicina de
Dios para los demás.
Veamos
los ejemplos de santidad y aprenderemos a responder a nuestra vocación a la
santidad, siendo medicina, bálsamo curativo para los demás. Aquella oración de
San Francisco de Asís la podíamos retomar hoy como un programa de vida
medicinal: “que donde haya odio, pongamos amor; donde haya discordia, pongamos
unión; donde haya guerra, pongamos la paz”.
Seamos capaces de dirigir palabras
de paz, capaces de escuchar a los demás; capaces de perdonar y olvidar lo que
nos hagan los demás para no provocar división ni enfrentamientos; capaces de
acompañar al que sufre.
Seamos capaces de ser medicinas para las heridas de nuestros hermanos, en el orden moral y espiritual. Esa será una santidad real y concreta, llena de caridad y obras de misericordia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario