No
estamos solos, sino bien acompañados. No caminamos solitarios, sino que una
nube ingente de testigos nos acompañan, nos animan, nos estimulan, nos ayudan
incluso eficazmente. El cristianismo no es aislamiento solitario, sino
comunión, aquella preciosa y sugerente comunión de los santos por la cual unos
y otros nos pertenecemos, estamos unidos, formamos parte los unos de los otros.
La
comunión de los santos es una verdad consoladora. Nos ubica en un contexto más
amplio de la vida católica. Mi vida también pertenece a los demás, mi vida
influye en los demás; mis acciones, sacrificios, penitencias, oración,
reparación, etc., llegan a los demás, adonde no sé ni a quien yo sé, pero son
eficaces… al igual que el tesoro de los demás me pertenece, me ayuda y me sirve
a mí. Muchas gracias, muchos momentos de luz o de consolación, los he recibido
mediante los demás miembros de esta comunión de los santos, aunque no los
conozca ni pueda determinar de quién he recibido en concreto.
Así
de arropados espiritualmente vivimos; ya sea en comunión con los santos vivos
de hoy, ya sea en comunión viva con todos los santos a lo largo de la historia
que gozan de Dios y siguen trabajando en la gloria por sus hermanos. Y todos
unidos en un solo Cuerpo, con una sola Cabeza, Jesucristo, y una sola alma, el
Espíritu Santo. Así se realiza la comunión de los santos: “Si la comunión de
los santos es la definición más aproximativa de la Iglesia en su intimidad y
misterio, viene a decirse que la comunidad de los que el Espíritu Santo ha
santificado con la santidad de Jesús –éstos son los santos- es ante todo una
comunidad de agraciados que participan todos en común en algo que ni son ni
podrían serlo por sí mismos. No se constituyen en la comunión de los santos
cuando la gracia los santifica, en razón de una común naturaleza humana, en la
que forman ya una comunidad; se constituyen expresamente en comunión de los
santos por la comunidad establecida por el Espíritu Santo (2Co 13,13)”
(Balthasar, El cristianismo es un don,
Madrid 1973, 81).
La
caridad del Espíritu Santo forja la comunión de los santos. Esa caridad impulsa
a entregar y ofrecer todo a la comunión de los santos, abriendo mi espacio
vital a la Iglesia entera, y a la vez esa caridad me permite recibir
humildemente de los demás. La comunión de los santos rompe el egoísmo para
abrirse a los demás con solicitud: “La reciprocidad que se otorga graciosamente
en la comunión de los santos, abre, en cambio, a cada uno, desde su punta
personal al otro. Y esto tanto más cuanto más profundamente se deja la persona
creyente determinar, acoger y enajenar, por así decirlo, por la forma divina de
la reciprocidad. El que es dócil a esta forma divina de enajenación recíproca,
el que tiene todo lo propio a disposición incluso lo más privado y lo menos
compartible en apariencia, ése es el hombre de quien dispone el amor de Dios
con verdad y eficacia en favor de los hermanos. Aquí es donde se injerta el
concepto bíblico de fructuosidad” (Balthasar, El cristianismo es un don, 83-84).
Se
entra así en la comunión de los santos cuando se posee de verdad un “alma
eclesiástica”, amando intensamente a la Iglesia, y entonces uno se vuelve
fecundo y meritorio entregándolo todo, almas dispuestas a esa reciprocidad
eclesial, a entregarse y también a recibir. Hombres así, almas así, son
sumamente fecundas en la comunión de los santos alcanzando puntos remotos que
ni soñarían: “Hasta dónde alcanza la fecundidad de un santo es un misterio, al
menos en la tierra… Quizá tomen más [algunos pecadores] que lo que dan, pero no
dejan de dar algo. El gravemente pecador es el que absorbe para sí toda gracia,
sin dar nada de su parte… Sólo el bien, la generosidad, da fruto, el mal es
infructuoso” (Balthasar, El cristianismo
es un don, 85).
Disponibles
y entregados, los hombres santos se ofrecen e irradian el bien que alcanza a
muchos otros contribuyendo así al plan salvador de Dios y a que Dios sea
glorificado. Cada miembro, unido a Cristo, se vuelve fecundo para los demás,
mirando más el bien de la totalidad que su propio interés. ¡Cuán fecundos son!
“Es lo mismo que la incalculable fecundidad de los que se ponen a sí mismos a
la total disposición de Dios con todas su cosas en favor de los hermanos. Una
virtud dimana de ellos; el amor no los perdona, sino que los parte y reparte
inexorablemente (Rm 8,32): ¿quién sabe a quién debo una gracia en mi vida?”
(Balthasar, El cristianismo es un don,
87).
El
amor –la caridad difundida por el Espíritu Santo- es la razón de ser y el
secreto de la fecundidad de la comunión de los santos. De ella vivimos, en ella
aportamos, por ella recibimos gracia tras gracia.
No estamos solos, sino bien acompañados. Gracias a su blog don Javier, verdadera flor de azahar. Gracias. Abrazos fraternos.
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