“Había una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación, de pie delante del trono y del
Cordero” (Ap 7,9). “Frutos y árboles de
toda especie” (Gn 1,12).
“La Iglesia se goza en esta
maravillosa riqueza de dones espirituales [los santos], tan espléndidos y tan variados
como son todas las obras de Dios en el universo visible e invisible. Cada uno
de ellos refleja el misterio interior del hombre y corresponde, a la vez, a las
necesidades de los tiempos de la
Iglesia y de la humanidad... Los santos no envejecen
prácticamente nunca, que los santos no “prescriben” jamás. Continúan siendo los
testigos de la juventud de la
Iglesia” (JUAN
PABLO II, Homilía en Lisieux, Francia, 2-junio-1980).
La parábola de los convidados a la boda permiten considerar algunos puntos sobre la santidad cristiana, aquella que constituye la vocación común a todos los bautizados, hijos de la Iglesia.
Esta parábola relata la historia de Dios con el pueblo de Israel. Una boda, donde
el Señor, según la profecía de Isaías, prepara “en
este monte manjares suculentos, vinos enjundiosos”, la redención; pero los
invitados a las bodas, el pueblo de Israel, no quiso entrar en esa boda, en esa
comunión con el Señor. A unos criados los mataron a otros los apalearon, a
otros les dieron excusas. Otros invitados no echaron cuenta, se fueron a sus
negocios, o a sus tierras. Así estuvo el pueblo de Israel hasta la venida de
Cristo. Con Cristo se inaugura una etapa nueva en la que,si los invitados no quieren venir, el Señor,
Cristo, manda a sus criados, a sus apóstoles, salir a los cruces de los
caminos, “y a todos los que encontréis
invitadlos”. Ya no es sólo Israel, somos todos llamados a participar en el
banquete de la redención: todos los hombres, todos los pueblos, la humanidad entera está convocada e invitada.
Esta parábola ofrece una imagen muy hermosa para explicar qué es vivir
con Cristo y qué es la vida eterna. El Señor presenta la vida eterna, que comenzamos ya a
gustar aquí, como un festín de bodas. Cuando uno va a una boda quiere pasárselo
bien, reír, pasar un rato agradable, estar con la familia y los amigos, comer
platos realmente extraordinarios, apropiados para la ocasión; el clima de las
bodas no es de aburrimiento, sino de alegría, haciéndose partícipe de la
alegría de dos personas que se han unido en matrimonio. El cielo es parecido a
un banquete de bodas, según las distintas imágenes que emplea Cristo para
hablarnos del Reino y de la vida eterna.
Ser
cristiano, la vida eterna, comienza ya aquí. Ser cristiano no es vivir
amargados por unos mandamientos y preceptos, por costumbres y rutinas; se puede
ya gozar la vida eterna aquí, unidos a Dios en alegría. Como prenda de ese
banquete celestial, de esa sala llena de comensales, de esos manjares
suculentos y vinos generosos, tenemos la Eucaristía. El
manjar es el mismo Cristo, según la antífona del Corpus escrita por Santo Tomás
de Aquino; estamos convidados a unas bodas y, como los criados de la parábola,
habremos de salir a los caminos invitando a muchos más a participar de esa vida
eterna que se empieza a disfrutar aquí, en la Iglesia, en la Eucaristía, y que la
sala de los comensales se llene para que disfruten de vivir con esa alegría la
vida cristiana. “Y la sala se llenó de
comensales”.
Un
tercer punto y por un sitio distinto: la llamada a la santidad.
¿Quiénes están
invitados a vivir esa santidad?
¿Quiénes están invitados a vivir unidos al
Señor?
¿Los que ya son muy buenos, no tienen maldad? Sí, pero también, los que
no somos ni tan buenos ni tan perfectos, los pecadores.
El Señor invita en los
cruces de los caminos a todos, a los malos y a los buenos, todos, con tal de
que quieran vivir, con tal de que quieran ser santos, con tal de que quieren
entrar en ese festín, en la vida de la Iglesia y en la vida eterna.
No son santos los
buenos por ser buenos, son santos –y además más heroicamente- los que han
luchado más por su santidad, combatiendo con sus pecados, y lo que sale del
corazón cuando menos se lo espera uno: el rencor, la venganza, el egoísmo, el
juicio... Malos y buenos llamados a la santidad, sólo hace falta querer.
La
santidad se consigue queriendo ser santos, el resto lo hace el Señor. El mismo
detalle que está al final de la parábola, el traje de fiesta. Parece una
contradicción: si los ha encontrado en los caminos y los ha invitado, ¿qué
traje de fiesta pueden tener? El traje de fiesta es la santidad.
Da igual si
uno es rico o pobre, si tiene más cultura o menos, si sabe más de Biblia o
menos, si tiene más edad o menos, ¡todos, absolutamente todos, estamos llamados
a la santidad! Sólo hace falta poner de nuestra parte el dejarnos trabajar por
el Señor. Llamados a ser santos, a vivir esa unión con Dios, y quien vive unido
a Dios tiene una alegría que no es de este mundo, que es indescriptible, plena.
Así se entiende una oración colecta de la liturgia: “Te pedimos, Señor, que tu gracia
continuamente nos preceda y acompañe”, que la gracia de Dios vaya por delante
nuestra allanándonos el camino de la santidad y que su gracia nos acompañe en
todo lo que hagamos, en lo más extraordinario y en lo más cotidiano, como pueda
ser dar una palabra de consuelo, las tareas domésticas, etc. “Que tu gracia
continuamente nos preceda y acompañe de manera que estemos dispuestos a obrar
siempre el bien”, y el mayor bien es nuestra santidad, que es a lo que nos
llama el Señor.
Confiados en la gracia, mantengamos firme esperanza en que podemos conseguir
grandes cosas en nuestra vida, porque hemos sido creados para grandes cosas, no
podemos consolarnos con pequeñas cosas: ¡la santidad!. Tu corazón es muy grande,capaz de Dios. “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.
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