sábado, 4 de julio de 2020

Obstáculos a la fe



            Un escollo para la fe, muy de moda hoy, es el subjetivismo. Todo es opinable porque se da por hecho que no existe la Verdad, tan sólo opiniones todas igualmente respetables, y la fe se ha desplazado al aspecto meramente subjetivo, lo que uno cree, lo que le parece; ya la fe no es la Verdad que se acoge, sino la selección de verdades que cada cual realiza. Cada uno compone su Credo, casi un manifiesto, apartándose en la práctica de la fe eclesial. Los justificamos a veces diciendo que “son creyentes a su modo”, cuando no hay un orden lógico en ellos, sino que reina la subjetividad. Algunos rechazan aquellas verdades de fe que no acaban de entender, creando una fe a la medida de su pequeña inteligencia. Otros, confunden conceptos, afirman unas cosas y niegan otras: creen en Cristo, pero no en la Iglesia; niegan la resurrección de la carne (afirmación sublime de la unidad sustancial de la persona) y prefieren la reencarnación; niegan la divinidad de Cristo pero afirman rezarle a la Virgen; dicen creer en Cristo pero lo equiparan a cualquier otro personaje de la historia de las religiones, y negando el valor redentor universal de la cruz, ven todas las religiones igualmente válidas y salvíficas.

            Analizaba el papa Pablo VI: 


“Hay otros que no queriendo separarse totalmente de la religión cristiana aplican a la fe un criterio selectivo; es decir, afirman que creen en algunos dogmas, pero no admiten otros que les parecen inadmisibles, incomprensibles o excesivos. Se contentan con una fe a la medida de su cerebro. Y no se paran sólo aquí, sino que muchas veces este criterio de autonomía al juzgar las verdades de nuestra fe lo extienden hasta aquel libre examen, que consiente a cada uno concebir la fe a su manera, y que desposee a la misma fe de su objetiva consistencia” (Catequesis, 8-abril-1970).


            El subjetivismo –hacer cada uno una fe a su medida, un credo a su gusto- pervierte el carácter racional (razonable) y verdadero de la fe, que se apoya en la autoridad de Dios que se revela. Por eso no es un asunto privado de la conciencia.




            “La conciencia por sí sola no basta para proporcionar el conocimiento ni de la realidad de las cosas, ni de la moralidad de las acciones. En el campo de la fe, es decir, de las verdades reveladas, la conciencia (salvo el caso de carismas místicos muy especiales) no puede por sí sola orientar la meta del creyente.

La fe objetiva no es una opinión personal, sino una doctrina estable y delicada, fundada –como decíamos- sobre el testimonio auténtico de un órgano competente, el magisterio eclesiástico, el cual no es ciertamente arbitrario, sino intérprete fiel y transmisor de la fe, hasta el punto que- citémosle una vez más- san Agustín podía decir: “Yo no creería en el Evangelio, si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia” (Cont. Man., V; cf. LG 25)” (Pablo VI, Catequesis, 15-abril-1970).


            Un último punto, aunque breve, no menos importante: la fe no es un sentimiento, que como tal, quede relegado a lo privado. La fe da forma a todo el hombre, a su inteligencia, a su afecto y a su voluntad y orienta todo lo que la persona es y vive; incide en sus relaciones humanas (el matrimonio, los hijos, la familia, la amistad), incide en el trabajo, en la economía, en la política, en el bien social; incide en sus costumbres, en su ocio, en su estilo de vivir siendo testigos a la par que constructores; esta relación fe y vida se da muy especialmente con la condición cristiano del laicado, cuya vocación es la transformación del mundo desde las actividades seculares: “Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana” (GS 43). Todo lo humano queda iluminado por la fe, la fe tiene que ver con todo lo humano. “El mensaje cristiano –decía la Gaudium et spes- no aparta a los hombres del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, le impone como deber el hacerlo” (GS 34).

Hoy, se pretende reducir la fe a sentimiento y a sentimentalismo, una emoción que se siente y por la que asisto o dejo de asistir a Misa, soy fiel o abandono cualquier compromiso... todo sujeto a la emoción, al sentimiento, a lo que me apetece. ¿Se acaba la fe entonces si se termina el sentimiento agradable y se vive en oscuridad, o se es purificado con el silencio de Dios? Cuando la fe se concibe sólo como sentimiento, todo se reduce al templo y a la sacristía a capricho de cada creyente, pero se impide el trabajo por el mundo y la construcción de la sociedad civil y política. Pero la fe es también pública –como público es el hombre, es decir, relacional- y lleva a un compromiso real, transformador, santificando el mundo. “El misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre" (GS 57).

No hay divorcio entre fe y vida. Juan Pablo II, en Madrid en el año 1993, impulsaba a los católicos diciendo:


            “En una sociedad pluralista como la vuestra, se hace necesaria una mayor y más incisiva presencia católica, individual y asociada, en los diversos campos de la vida pública. Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado, olvidando paradójicamente la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana. ¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la homilía, en la escuela, en la cultura y en la vida política!” (Hom., Madrid, 15-junio-1993).

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