Aquella luminosa encíclica, Ecclesia de Eucharistia (2003), merece que no quede relegada al olvido dentro del conjunto del Magisterio pontificio, sino que sea leída, releída, pensada y puesta en práctica.
Para
no perdernos hemos de seguir las señales; la carta encíclica plantea un rumbo,
unos objetivos casi sorprendentes pero necesarios. ¿Para qué escribe Juan Pablo II esta encíclica?
1.
“Con la presente carta
encíclica, deseo suscitar este “asombro eucarístico” (EE 6).
2.
“Deseo involucrar más
plenamente a toda la Iglesia
en esta reflexión eucarística, para dar gracias a Dios por el don de la Eucaristía y del sacerdocio”
(EE 7).
3.
“¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a
todos a que hagan de ella siempre una
renovada experiencia?”
4.
Destacar lo positivo:
“No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes
ventajas para una participación más consciente, activa y fructuosa, de los
fieles en el Santo Sacrificio del Altar. En muchos lugares, además, la
adoración al Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia
destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad” (EE 10).
5.
“Desgraciadamente,
junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se
constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se
añade, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos” (EE 10).
En el fondo, un canto de alabanza a la Eucaristía y desarrollo teológico de su contenido, y un serio examen de conciencia ante el misterio eucarístico.
Todo el capítulo I queda dedicado a la Eucaristía como el gran
Misterio, el tremendo y fascinante Misterio que se nos sigue dando. Se corta
así toda banalización del Misterio, todo intento de trivialización y celebrar
de cualquier manera, o de entenderlo de manera parcial o como simple
“representación”, “símbolo”, “teatro”, “signo de solidaridad”, etc., etc.
Primero, dejar claro la enseñanza
del Papa en la encíclica, situarnos ante el Misterio:
En
ella [la Eucaristía]
está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del
Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio
de la Cruz que
se perpetúa por los siglos... La
Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, el Señor, no sólo como un
don entre otros muchos, sino como el don por excelencia, porque es don de sí
mismo, de su persona en su santa humanidad, y, además, de su obra de salvación.
Ésta no queda relegada al pasado... Misterio grande, Misterio de misericordia.
¿QUÉ MÁS PODÍA HACER JESÚS POR NOSOTROS? Verdaderamente en la Eucaristía nos muestra
un amor que llega “hasta el extremo”
(Jn 13,1), un amor que no conoce medida (EE 11).
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