Pudieron
hacer mil obras apostólicas, catequéticas, evangelizadoras y mil obras de
caridad y de misericordia, pero los santos muy conscientes eran de que su
primera, principal, y más importante obra, era su oración, a la cual nada
anteponían.
Los
santos son orantes. Todo lo referían a Dios y con Dios trataban. Todo lo ponían
en manos de Dios y orando discernían el camino que Dios les trazaba. Todo lo
remitían a Dios y en la oración recibían de Dios lo que Él quisiera darles para
su misión. Pero el santo se define por su oración, no por su activismo. Sin la
oración no se entiende a un santo ni se accede al núcleo íntimo de su ser.
Oraban
y oraban mucho, pero despreocupados: querían estar ante Dios con Cristo, y no
se afanaban por recibir ni por sentir nada, sino por estar. Y en su oración
llevaban a sus hermanos, los incluían también: “¿Qué cristiano pretende orar
por sí sin llevar consigo a sus hermanos ante Dios? Desde que Cristo sufrió y
oró por todos, la oración no puede menos que ser católica, universal. A todos
los que son mudos ante Dios, hay que prestarles la boca… Solidario de verdad es
el que aporta en pro de todos lo que ha recibido como don. El orante cristiano
orará por gratitud a Dios y por responsabilidad frente a los prójimos. No se
preocupará mucho ni poco de lo que sienta o no sienta, de que goce de la
presencia o sufra la ausencia de Dios. Tal vez le toque sufrir la ausencia de
Dios en uno que no ora, para que éste tenga un presagio de su presencia. Tal
sucede en la “communio sanctorum”, que, en sentido amplísimo, es la comunión de
todos aquellos por los que Dios ha padecido en la cruz el abandono total. Y en
esta comunión entramos realmente todos” (Balthasar, El cristianismo es un don, Madrid 1973, 157).
Los
santos -¡basta leer sus biografías!- dedicaban tiempo cotidiano a la oración, a
estar en presencia del Amado. Sabían que eso era prioritario. Sabían que con la
oración llegaban lejos, podían hacer mucho bien, alcanzar gracias para otros. Y
con denuedo se entregaban a orar. ¡Tenían en mucho la oración! “Se ora, se
sacrifica y se sabe que la oración y el sacrificio serán provechosos en algún
lugar y en un momento dado “a las almas”. ¿Cómo? No se tiene experiencia de
ello, pero es grato saber que todo cuanto se regala a Dios, “servirá”… No en
vano purifica tan honda y radicalmente a sus santos el espíritu calculador,
hasta el punto que llegan a no saber si sus sufrimientos y oraciones son útiles
y producen algo, ni preguntan si Dios va a emprender algo con lo de ellos, caso
de que quede todavía “lo de ellos”” (Balthasar, El cristianismo es un don, 174).
Su
corazón, dilatado por la caridad, abarcaba a todos en su oración. A ella
acudían confiadamente.
En
la oración de los santos, la contemplación hacía crecer el Reino de Dios. No
sólo meditaban, no sólo pedían o intercedían, también contemplaban
silenciosamente, entregados al Misterio con amor y adoración.
La
contemplación fecundaba sus almas, las dilataba, les hacía encenderse en fuego
de apostolado y misión. Era la contemplación su inspiración, su fuente. Y Dios
se les daba de mil formas diferentes, llevándolos por caminos distintos. En la
contemplación orientaban sus corazones a Cristo, sin desviaciones, sin poner la
misión por delante del Señor de la misión. Estaban orientados así
permanentemente a Jesucristo: “Pero todo proyecto cristiano del futuro caerá y
deberá caer en el vacío, si no es cristiano, es decir, si no está orientado a
Cristo. Pero Cristo no es programa que se domine de una ojeada, o se despache
en botellas que luego no hay sino que tomar en la mano en la “operación
futuro”. Sólo en la abertura de la contemplación y de la oración atenta, se
abre de forma siempre nueva lo que Cristo, nuestro origen, dice y quiere. Toda
acción que no tenga sus raíces en la contemplación está de antemano condenada
al agostamiento” (Balthasar, Seriedad con
las cosas. Córdula o el caso auténtico, Salamanca 1968, 111).
Entonces
conviene aquí repetir el convencimiento de los santos: más hace la oración con
amor que mil tareas apostólicas y actividades sin parar. El santo es orante y
lo sabe bien. Por eso puede decir un santo que siendo contemplativo desplegó
una gran actividad, san Juan de la Cruz: “Adviertan, pues, aquí los que son muy
activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores,
que mucho más progreso harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios,
dejando aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad
de este tiempo en estar con Dios en oración… Cierto entonces harían más y con
menos trabajo con una hora que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo
cobrado fuerzas espirituales con ella, porque de otra manera, todo es
martillear y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño” (CB
29).
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