Para la Iglesia, el Credo era una
fórmula que a modo de síntesis, contenía la verdad revelada y, como adhesión a
esa verdad, la vida se ajustaba a la norma evangélica. No era un cúmulo de
ideas, sino una verdad que determinaba el modo de vivir (los afectos,
sentimientos, comportamientos públicos y sociales).
El catecumenado de la Iglesia, en su Tradición,
entregaba solemnemente la fórmula de fe a los catecúmenos en la Cuaresma previa al
Bautismo, una vez que se había comprobado que el catecúmeno conocía la fe de la Iglesia y había abandonado
el modo pagano y mundano de vivir y seguía las costumbres evangélicas. En la
catequesis, por ejemplo san Cirilo de Jerusalén, los preparaba amonestándoles:
“Al aprender y confesar la fe, debes abrazar y guardar como tal sólo la que ahora te es entregada por la Iglesia con la valla de protección de toda la Escritura, pero puesto que no todos pueden leer las Escrituras –a unos se lo impide la impericia y a otros sus ocupaciones-, para que el alma no perezca por la ignorancia, compendiamos en pocos versículos todo el dogma de la fe. Quiero que todos vosotros lo recordéis con esas mismas palabras y que lo recitéis en vuestro interior con todo interés, pero no escribiéndolo en tablillas, sino grabándolo de memoria en tu corazón...La fe que ahora estáis oyendo con palabras sencillas, retenedla en vuestra memoria; considera cuando sea oportuno, a la luz de las Sagradas Escrituras, el contenido de cada una de sus afirmaciones. Esta suma de la fe no ha sido compuesta por los hombres arbitrariamente, sino que, seleccionadas de toda la Escritura las afirmaciones más importantes, componen y dan contenido a una única doctrina de la fe” (Catequesis V, nº 12).
Casi idénticas palabras pronunciaba en el África romana
san Agustín a sus catecúmenos, aplicables en gran medida hoy al católico
contemporáneo:
“El símbolo es, pues, la regla de la fe, compendiada en pocas palabras para instruir la mente sin cargar la memoria; aunque se expresa en pocas palabras, es mucho lo que se adquiere con ella. Se llama símbolo a aquello en que se reconocen los cristianos” (Serm. 213,2).
“El símbolo construye en vosotros lo que debéis creer y confesar para poder alcanzar la salvación. Lo que dentro de poco vais a recibir, confiar a la memoria y proferir verbalmente, no es novedad alguna para vosotros o cosa jamás oída. En efecto, en variedad de formas soléis oírlo tanto en la Sagrada Escritura como en los sermones de la Iglesia. No obstante eso, se os ha de entregar todo junto, brevemente resumido y lógicamente ordenado para edificar vuestra fe, facilitarla recitación y no cargar demasiado a la memoria” (Serm. 21,1).
Se trata así pues, de profesar la recta fe, conocerla y
vivirla, como los grandes creyentes de la Escritura, como los grandes santos, que vinieron
guiados por la fe, que fueron fieles, “hombres y mujeres de Dios”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario