Una
plácida meditación de esos puntos amplios del Catecismo (1365-1372) permitirá comprender
mejor la Eucaristía
como SACRIFICIO, tal como se señala en la Encíclica Ecclesia
de Eucharistia. Pero hay una doctrina riquísima doctrina –y casi desconocida-
del papa Juan Pablo II en la Carta
Dominicae Cenae (1980), que explana el aspecto sacrificial de
la Eucaristía,
en el nº 9, pero vamos a presentar lo fundamental de esa doctrina:
La
Eucaristía
es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo
tiempo Sacrificio de la
Nueva Alianza, como creemos y claramente profesan las
Iglesias orientales: “El sacrificio actual –afirmó hace siglos la Iglesia griega- es como
aquel que un día ofreció el Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como
entonces) por él, siendo el mismo y único sacrificio. Por esto, y precisamente
haciendo presente este sacrificio único de nuestra salvación, el hombre y el mundo
son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta
restitución no puede faltar: es fundamento de la “alianza nueva y eterna” de Dios
con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en
tela de juicio bien sea la excelencia
del Sacrificio de la
Redención, que fue perfecto y definitivo, bien sea el valor
sacrificial de la santa Misa. Por tanto, la Eucaristía
siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.
Se
sigue de ahí que el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio es el
auténtico sacerdote que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la
sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo los seres
a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin
sacrificar como Él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios
sacrificios espirituales,
representados por el pan y el vino
desde el momento de su presentación en el altar... El pan y el vino se
convierten en cierto sentido, en símbolo de todo lo que lleva la asamblea
eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios, y que ofrece en espíritu [...]
La
conciencia del acto de presentar las ofrendas debería ser mantenida durante
toda la misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la
consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor
fundamental del momento del sacrificio [...]
Todos
los que participan con fe en la
Eucaristía se dan cuenta de que ella es Sacrificium, es decir, una “ofrenda consagrada”. En efecto, el pan
y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por
los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados,
para que se conviertan verdadera, real y substancialmente en el Cuerpo
entregado y en la Sangre
derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del
pan y del vino, “re-presentan” de modo sacramental e incruento, el Sacrificio
cruento propiciatorio ofrecido por él en la cruz al Padre por la salvación del mundo. Él solo, en efecto, ofreciéndose como víctima propiciatoria de un acto de suprema entrega e inmolación, ha reconciliado a la
humanidad con el Padre, únicamente mediante su sacrificio borrando el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era
contrario a nosotros.
A
este sacrificio, que es renovado de forma sacramental sobre el altar, las
ofrendas del pan y del vino, unidas a la devoción de los fieles, dan
además de una contribución insustituible, ya que, mediante la consagración
sacerdotal, se convierten en las sagradas especies. Esto se hace patente en el
comportamiento del sacerdote durante la plegaria
eucarística, sobre todo durante la consagración, y también cuando la celebración
del Santo Sacrificio y la participación en él está acompañada de la conciencia
de que el Maestro está ahí y te llama.
Esta llamada del Señor, dirigida a nosotros mediante su sacrificio, abre los
corazones, a fin de que purificados por el misterio de nuestra Redención, se
unan a él en la comunión eucarística, que da a la participación en la misa un
valor maduro, pleno, comprometedor para la existencia humana: “La Iglesia pretende que los
fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en
día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí,
para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos” (OGMR 55 f).
La Misa es la viva
actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino,
sobre la que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una
eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece
al Padre con el mismo gesto de inmolación que se ofreció en la cruz. “En este
divino sacrificio, que se realiza en la
Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y
de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera
incruenta. A su sacrificio Cristo une el
de la Iglesia:
“En la Eucaristía
el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los
fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo, se
unen a los de Cristo y a su total
ofrenda, y adquieren así un valor nuevo” (CAT 1368). Esta participación de toda
la comunidad asume un particular
relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana
transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado (Dies
Domini, 43).
Sigue el Papa en esta larguísima
página con una consecuencia bien práctica para el sacerdote que preside la Santa Misa, como para
los fieles:
Es,
por tanto, muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa educación
para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva liturgia. En efecto,
la renovación litúrgica realizada después del Concilio Vaticano II ha dado al
sacrificio eucarístico una mayor visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a
ello las palabras de la plegaria eucarística recitadas por el celebrante en
voz alta, y, en especial, las palabras de la consagración [todos de
rodillas; de pie con inclinación profunda los que permanecen en pie], la aclamación
de la asamblea inmediatamente después de la elevación.
Si
todo esto debe llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos cambios
exigen una nueva conciencia y madurez
espiritual, tanto por parte del celebrante –sobre todo hoy, que
celebra de “cara al pueblo”- como por parte de los fieles. El culto
eucarístico madura y crece cuando las palabras de la plegaria
eucarística y especialmente, las de la consagración, son
pronunciadas con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y
digna, como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia
eucarística es realizada sin prisas; cuando nos compromete a un recogimiento
tal y una devoción tal, que los participantes advierten la grandeza del
misterio que se realiza y lo manifiestan con su comportamiento (Dominicae
Cenae, 9).
Ante el aspecto sacrificial de la Eucaristía,
especialmente en la plegaria eucarística y las palabras de la consagración:
* Ponerse de rodillas
antes de la epíclesis, o si se está de pie, todos hacen inclinación
profunda (aparece así en la tercera editio typica)
*
Una nueva conciencia y
madurez espiritual ante el sacrificio que se está consumando (no sólo “ver” al
Señor)
*
Recitar la plegaria
eucarística sin prisas
*
Ambiente de suma
devoción y recogimiento
*
Las mismas palabras de
la consagración, tienen su propio ritual, descrito así por el Misal:
El pueblo se arrodilla
“El sacerdote junta
las manos y extendiéndolas sobre las ofrendas dice: “por eso te pedimos que
santifiques...”
“Junta las manos y
traza el signo de la cruz sobre el pan y el vino conjuntamente, diciendo: “de
manera que sean...””
“Junta las manos”.
“En las fórmulas que
siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse con claridad, como lo
requiere la naturaleza de éstas”.
“El cual...”
“Toma el pan
[no la patena] y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
“tomó pan, dándote
gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:”
Se inclina un poco [gesto epiclético]
“Tomad y comed todos
de él...”
Muestra el pan consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre
la patena [depositar: entregar con respeto, no tirar la Hostia o tratarla de
cualquier forma], y lo adora, haciendo genuflexión”.
Es lo sagrado del sacrificio tal como la Iglesia de rito romano lo
celebra y lo vive.
La Eucaristía es el mismo
Sacrificio de Cristo, ofrecido hoy, aquí y ahora, bajo el velo de los signos.
No olvidemos que la muerte de Cristo en la Cruz es el
sacrificio pascual de Cristo, único y definitivo, del que los sacrificios de la Antigua Alianza
eran sólo prefiguración:
El
amor hasta el extremo es el que
confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción
al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su
vida... Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar
sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos.
La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo
sobrepasa y abraza a todas las personas humanas y que le constituye Cabeza de
toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos (CAT 616).
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