Elegidos
y predestinados por Dios, amados por Dios, cada santo ha sido llamado a
desempeñar una misión específica al servicio de la Iglesia. Da igual si la
misión es más representativa y visible ante todos, o es una misión oculta, apartada,
discreta, tal vez hogareña o familiar. No importa lo visible de la misión,
importa la misión misma como encargo recibido del Señor, y la fidelidad y
perseverancia es desarrollarla y llevarla a cabo día a día.
Algunos
recibieron una misión bien visible, reconocible, son los grandes santos
fácilmente identificados por todos, Padres de la Iglesia, fundadores, grandes
misioneros, reformadores… A ellos les tocó una misión que no podía pasar
desapercibida sino ser una luz puesta en lo alto de la casa para que alumbrase
a todos. Recibieron una santidad cualificada, representativa en cierto sentido:
“Los portadores de tales nombres, Basilio, Agustín, Benito, Francisco, Ignacio,
no son tan grandes por su genialidad natural, sino por su santidad. Y santidad en
sentido cualificado significa acoger y aceptar una misión sobrenatural,
cristiana. Santidad cualificada es un “ministerio” en la Iglesia” (Balthasar, Vocación. Origen de la vida consagrada,
Madrid 2015, 9).
Otros
muchos, la mayoría, recibieron una misión menos representativa ante los demás,
más cotidiana, más anodina: piénsese en la misión de un padre o madre de
familia, de una anónima monja de clausura en su monasterio, de un profesor ante
sus alumnos, de un sacerdote en el cuidado pastoral de su parroquia, de un
enfermo llamado a ofrecer sus dolores por la redención de las almas… Es la
santidad ordinaria y común de los hijos de la Iglesia.
Pero
todos, de mayor o menor calibre, reciben una misión. Y la santidad es conformar
la vida con esa misión, expropiándose de sí mismo y de otros planes, con
absoluta disponibilidad y unificando todas las energías en función de esa
misión. Vivirán por completo volcados en la misión recibida, no tendrán otro
horizonte ni deseo ni ambición que realizar el encargo que el Señor les ha
hecho. “Un santo que buscara la santidad para sí mismo, que aspirara a la
perfección personal por amor a sí mismo, sería una contradicción en sí.
Santidad es el cumplimiento de una misión que actúa y repercute en la Comunión
de los santos y que en ésta se destaca como tal frente a otras misiones. Por
eso, santidad es más que ejemplo modélico, es la fuente más inmediata de
fecundidad de vida divina en la Iglesia y en la humanidad” (ibíd.).
El
modelo para la misión es Cristo, a Él miraban los santos… porque en Cristo hay
absoluta identidad entre su ser personal y su misión; más aún, ser persona es
recibir una misión, teológicamente hablando: “El Hijo no tiene simplemente una misión, que se distinguiría de Él en cuanto
persona: Él es la misión del Padre…
En esto Él es el amor. En esto Él es también la santidad, que para Él no
consiste en ninguna otra cosa más que en el puro ser-donado a la misión del
Padre” (Id., 12).
Los
santos también tuvieron esa unidad en su vida, su persona se identificó con su
misión. Para la misión vivían totalmente entregados. En ellos no hay una doble
vida, ni espacios acotados para sí mismos, parcelas de independencia para sus
cosas y sus quehaceres; en ellos no hay un tiempo reservado para la misión y
otro para sus vidas al margen de todo; no hay huidas de su misión saltando de
apostolado en apostolado, de obra en obra, incapaces de centrarse, de madurar,
perdiendo el tiempo porque se aburren y no acaban de abrazar la misión
confiada. No huyen de su realidad fabricándose una realidad paralela, más
agradable para sí, o más reconfortante. Esto jamás ocurre en los santos; esto
sólo ocurre en los que, lejos de la santidad, viven para sí, para su
carnalidad, incapaces de expropiarse y amar. Da igual como lo justifiquen delante
de los demás ni cómo lo expliquen: esa dispersión, esa inmadurez es demasiado
elocuente.
El
santo ha llegado a identificar su vida con la misión. Hay unidad, no
dispersión; hay entrega absoluta, no migajas de tiempo. Viven por completo para
la misión confiada. Nada les es más importante, a la misión lo supeditan todo.
Su
santidad consiste en el desempeño de esa misión que Dios le ha confiado, y
dedica todo su tiempo, su afán, sus recursos humanos y espirituales, sus
energías, su corazón. El desarrollo de esa vocación peculiar y única es la
santidad: “No ver persona y función como realidades contrapuestas. Vocación en
sentido bíblico, interpretada según el modelo de Cristo, es expropiación de una
existencia privada para una función de la salvación universal: darse en
propiedad a Dios, para por Él ser entregado al mundo necesitado de salvación y
ser usado y gastado en el acontecimiento de la redención” (Id., 113).
Su
vida es la misión. A ella se entrega con los sacrificios que se le impongan. Y
nada ni nadie lo distraerá de su misión, ni lo apartará. El santo seguirá
adelante… sin desfallecer, perseverando.
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