Cada
persona es un sujeto único e irrepetible, creado por Dios y amado profundamente
por Él. No es un número ni un rostro anónimo. No es fácilmente encasillable, y
ni siquiera puede ser juzgado (“la medida
que uséis...”).
Es además un misterio, que no es plenamente abarcable, ni
siquiera puede ser totalmente conocido: es un abismo de belleza porque el ser
humano es muy rico en posibilidades, en virtudes, cualidades y carismas. Sólo
el Espíritu de Dios sondea lo profundo del hombre, y ni siquiera el hombre se
puede conocer plenamente a sí mismo. Es “el misterio de la persona”, “la
estructura de lo personal”.
Más aún, el Verbo de Dios, por su
Encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre (cf. GS 22); el otro, la
persona que está al lado nuestro, es un signo de la presencia viva de
Jesucristo (cf. Mt 25), y como tal, digno de ser servido, amado, acogido,
perdonado. No es el otro un enemigo para nosotros, ni un posible adversario:
está llamado a ser hijo de Dios en plenitud, es amado por Dios y es un signo (o
icono) del mismo Señor Jesús.
Si así es el misterio inefable de la
persona, nos afecta de totalmente en nuestra forma de ser, de tratar al otro,
etc.
El otro es digno de ser escuchado; si la persona, en su interior y
posibilidades es tan rica, el otro merece ser escuchado. Lo primero es la
persona, la atención personal acogiendo y escuchando, llorando con el que
llora, riendo con el que ríe (cf. Rm 12,15). Todo subordinado al otro. Las
agendas, las ocupaciones, las prisas, los propios proyectos “deben olvidarse”
en el mismo momento en que alguien nos pide un poco de tiempo, sea para
compartir, sea para ser escuchada.
Por la riqueza inherente a este “ser persona”, hay varias posturas que
deben ser tenidas en cuenta; dice sabiamente el Evangelio: “no juzguéis” (Mt 7,1), “no
condenéis” (Lc 6,37). Aparentemente, pudiera parecer lo mismo, pero tienen
unas raíces muy hondas y diversas.
El juicio o el prejuicio atenta contra la persona porque al no poder
entrar plenamente en el corazón de otro hombre, no se puede valorar justamente
las acciones que realiza ni los motivos. El juicio, más aún los prejuicios,
matan y destruyen la vida del hombre. Su corazón es mucho más grande que sus
acciones y que la interpretación que cada cual pueda dar de lo que una persona
haga.
Condenar es distinto: es desesperar del hombre tal cual es, negarle la
posibilidad de cambiar y de crecer. Al condenarle, se le niega a una persona el
derecho de crecer, se le encasilla pensando que “no tiene solución”, “nunca
cambiará”, olvidando que la persona que se abre a Jesucristo puede transformar
su vida y ser otra persona; que es un universo rico de posibilidades que
siempre pueden desarrollarse y que nunca nadie ha terminado de crecer y caminar
hasta el momento de su muerte.
Escuchar al otro desde una atención verdaderamente personal y amorosa,
sufriendo o gozando con él y junto a él. ¡Es necesario escuchar al otro,
dedicar tiempo a los otros! Como Jesús hacía con Nicodemo, la Samaritana, Simón
Pedro... ¡Es bueno la capacidad de admirarse del otro, de sorprenderse ante el
otro!
Es siempre un misterio. El que reconoce este misterio nunca desespera del
otro, lo ama, lo espera, cree en sus posibilidades de cambio y de crecimiento.
Creado a imagen de Dios, participa de la misma dinámica de la vida divina:
comunicarse, manifestarse, darse. Es sano y bueno abrirse al otro, transmitir
lo mejor de uno mismo que Dios ha puesto en el corazón, manifestar lo que uno
es y siente y piensa, su rica vida interior. El diálogo. No podrá ser actitud
cristiana, siguiendo el ejemplo del Señor, el que anda siempre recelando del
otro, cerrándose al otro, teniendo miedo de los otros, sin fiarse nunca de
nadie. El ser humano está llamado a la apertura, a la comunicación, pero desde
el corazón mismo. Hablar por hablar, es una pérdida de tiempo. Darse uno mismo
es una riqueza para la persona y para el hermano.
“Sólo el hombre que vive en apertura hacia su prójimo, que no sólo convive al lado de él, sino que organiza toda su vida contando con él; para quien la solidaridad, la compasión y el amor le dan las pautas de referencia respecto de los demás hombres; para quien el prójimo constituye con su palabra o su esperanza un imperativo, una llamada y un límite a nuestra libertad: sólo ese podrá reconocer en un determinado prójimo de la historia la palabra invitadora de Dios a nuestra libertad, porque sólo él podrá comprender que el absoluto viva su libertad como amor y su relación con nosotros como solidarización con nuestro destino, que es lo que en cristiano llamamos encarnación de Dios en Cristo. Sólo a aquél para quien el prójimo es ya una real presencia de Dios y puede constituir una frontera inviolable a mi libertad y un imperativo insoslayable para mis acciones: sólo a éste le puede parecer real y verdadera la presencia personal de Dios en el hombre Jesucristo, y podrá reconocer su trayectoria humana como norma del propio vivir... Es necesario haber vivido la libertad como apertura hacia el prójimo y como concreto desbordamiento gratuito en favor de él, para que el anuncio de la revelación como apertura de Dios a nosotros, por puro amor, tenga plena credibilidad” (GLEZ. DE CARDEDAL, en AA.VV., Introducción al cristianismo, Madrid, Caparrós, 1994, pág. 71).
Son actitudes humanas en un mundo que parece menos humano. Vida
evangélica para ser signo y luz, para ser uno mismo, siguiendo la vocación y la
estructura de la persona que Dios ha creado en apertura plena al Dios vivo.
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