Afirmar la sacralidad de la
liturgia no es corriente hoy; más bien, concurriendo diversas causas para esto,
se afirma lo contrario, desacralizándola, haciéndola vulgar y banal, de modo
que no haya diferencia alguna entre la liturgia y lo profano, entre la liturgia
y lo cotidiano. En gran medida, se ha relegado a Dios al segundo plano para
exaltar al hombre y la comunidad, sus emociones, su subjetividad. La
desacralización de la liturgia ha sido una opción querida y buscada,
potenciando lo lúdico, lo festivo y lo didáctico.
La
liturgia es glorificación de Dios y santificación de los hombres. En la
liturgia ha de cumplirse lo que Cristo recordó a Satanás en el desierto: “Al
Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4,10). El culto divino,
la expresión humana de adoración a Dios, se realiza en la liturgia de la Iglesia.
Tampoco
acaba de ser cierta la afirmación de que Cristo ha roto la separación entre lo
sagrado y lo profano cuando al expirar se rasgó el velo del Templo, porque la
redención aún no se ha completado y el mundo sigue siendo mundo, secular,
dominado por el Príncipe de las tinieblas (cf. Jn 12,31; 2Co 4,4), el padre de
la mentira (Jn 8,44), mientras que la Iglesia –y su liturgia- es el ámbito claro de lo
divino, del encuentro con Dios y de su actuación salvífica. Por eso la liturgia
marca un hiato, una ruptura, entre lo profano (aún por redimir) y lo sagrado,
entre el mundo terreno en el que nos desenvolvemos y las realidades celestiales
que pregustamos en la liturgia.
Sí,
la liturgia es el ámbito de lo sagrado; más aún, la liturgia es sagrada. Una
buena imagen de lo que ocurre en la sagrada liturgia y de la actitud y el
comportamiento necesarios los tenemos en el episodio de Moisés ante la zarza
ardiente: se le manda que se descalce y adore porque “el sitio que pisas es
terreno sagrado” (Ex 3).
Cristo
mismo vivió en su existencia terrena la sacralidad de la liturgia de la Antigua Alianza –salmos,
oraciones, bendiciones, peregrinaciones al Templo de Jerusalén, etc-. La Cena pascual era un gran acto
litúrgico, solemne y sagrado. Cualquiera que conozca el desarrolla del seder
pascual ve la disposición solemne de la mesa, la mejor vajilla y copas, el
ritual establecido, los salmos cantados, etc., y así Cristo celebró la Última
Cena, añadiendo la
Eucaristía, consagrando el pan y el vino. Esto está lejos de
la consideración secularizada de que esta Última Cena fue una comida con unos
colegas, informal y dramática, sino una verdadera liturgia, sagrada, ritual, de
Jesucristo, el verdadero Cordero pascual.
La
liturgia es glorificación de Dios, como después, la existencia cristiana entre
las realidades temporales, será su prolongación, una glorificación de Dios en
el mundo: “glorificad a Dios en vuestros corazones” (1P 3,15), “ofreced
vuestros cuerpos como hostia viva” (Rm 12,1), “servid a Cristo Señor” (Col
3,23).
Desacralizar
la liturgia es desnaturalizarla, hacerla irreconocible e inservible. Al final
se acaba sustituyendo a Dios por el hombre, y la glorificación de Dios por el
culto al hombre y la exaltación de sus emociones, afectos, compromisos.
Muchos
años llevamos ya asistiendo a esta pobreza litúrgica, cada vez más
antropocéntrica y menos sagrada, cada vez más convertida en espectáculo y menos
recogida, interior y espiritual. Ratzinger, atento a todas estas realidades,
desgranaba sus raíces y consecuencias hace ya años:
“En
los últimos quince años hemos estado demasiado condicionados por la idea de
‘desacralización’. Estuvimos bajo el impacto de las palabras de la carta a los
Hebreos: ‘Cristo murió fuera de la puerta’ (13,12). Además, esto se puso en
conexión con otra frase que dice que en el momento de la muerte del Señor el
velo del templo se rasgó en dos. El templo, ahora, está vacío. El sacrum, la santa presencia de Dios, ya
no se oculta en él; está fuera, en el exterior de la ciudad. El culto se ha
trasladado desde la casa santa a la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Él fue
presencia auténtica de Dios ya durante su vida. Al rasgarse el velo del templo
–habíamos pensado-, habían sido desgarrados los límites entre lo sagrado y lo
profano. El culto ya no es algo separado de la vida cotidiana, sino que lo
santo habita en la cotidianeidad. Lo sagrado ya no es un ámbito especial, sino
que quiere estar en todas partes, se quiere realizar precisamente en el ámbito
mundano. De aquí se han sacado consecuencias muy concretas, incluso para las
vestiduras de los sacerdotes, para la forma del culto litúrgico y la
arquitectura de iglesias. En todas partes se debían abatir los bastiones: en
ningún ambiente debían ya ser distinguibles entre sí la vida y el culto…
En
la medida en que el mundo no ha llegado a plenitud, permanece en él la
diferencia entre lo sagrado y lo profano, pues Dios no le priva de la presencia
de su santidad, pero tampoco esa santidad suya lo ha asumido todavía en su
totalidad. La pasión de Jesucristo fuera de los muros de la ciudad y la ruptura
del velo del templo no significan que ahora todo espacio sea templo o que
absolutamente nada lo pueda ser ya. Esto solamente ocurrirá en la nueva
Jerusalén…
Esto
quiere decir que aquí la sacralidad es más densa y más potente, porque es más
auténtica de lo que era en la Antigua
Alianza… La reverencia no se ha hecho superflua, sino más exigente.
Y como el hombre está formado de cuerpo y alma, y además es un ser sociable,
también necesitamos siempre la expresión visible de la reverencia, las reglas
de juego de su configuración colectiva, de sus signos visibles en este mundo no
salvado y no-santo” (Ratzinger, J., Homilía, en Obras Completas, vol. XI,
356-357).
Nadie
puede excusarse con palabras mágicas, como si fueran un talismán, para
continuar desacralizando la liturgia e impidiendo el encuentro con Dios; no es
“pastoral” desfigurar la liturgia, sino lo más anti-pastoral, impropio de un
pastor que quiera llevar a su rebaño a los prados fértiles; no es “creatividad”
reinventar la liturgia constantemente a gusto del consumidor humano,
degradándola en espectáculo, sino que “creatividad” será buscar medios de
evangelización para las nuevas realidades y desafíos; no es “evangelizar” hacer
de la liturgia un discurso de moniciones constantes y amplias homilías con el
nuevo moralismo de hoy (¡hablar de valores!) porque la liturgia evangeliza por
sí misma y es distinta por completo del ámbito didáctico de la catequesis.
La
liturgia, que es sagrada, tiene su propia función, su propio camino y su propia
naturaleza; cuando se desacraliza, se destruye, prestando un pésimo servicio a
las comunidades cristianas.
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