El camino para una reparación más plena es eclesial: por la Iglesia, en función de la Iglesia, a favor de la Iglesia, sintiendo y
amando la Iglesia. Con
nuestra reparación amorosa la
Iglesia misma irá logrando mayor plenitud como signo del
Reino, como sacramento de salvación, como instrumento de la gracia y de la
misericordia de Dios.
Participando de la redención de Cristo por nuestra
reparación contribuiremos a que la
Iglesia viva de la misericordia de Dios y muestre el rostro
misericordioso del Padre a todos los hombres, y así nuestra reparación coopera
a la vida y misión de la
Iglesia.
La Iglesia profesa la
misericordia de Dios; la
Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también
en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en Él,
en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio
entero...
La Iglesia
parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla
dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto, precisamente al acercarnos a
Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto –en
un cierto sentido central y al mismo tiempo accesible en el plano humano- de la
revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo
central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.
La Iglesia vive una vida auténtica,
cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del
Creador y del Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la
misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora (Dives in
misericordia, 13).
Acto pleno de sentido es la ofrenda de amor a la misericordia de Dios que
hizo Sta. Teresa de Lixieux. El texto, amplio y delicioso, se comprende desde la Comunión de los santos y
el ofrecimiento reparador por el mundo y por la Iglesia:
Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla. Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas...?
¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso...? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito...
¡Oh Dios mío!, tu amor despreciado, ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti...
Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, que se eleva hasta el cielo...!
¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor...![1].
Esa ofrenda, de inmolación amorosa, construye y edifica la Iglesia, y hace que,
rebosante de amor, pueda profesar la misericordia y ser signo de la
misericordia de Dios a los hombres, porque, desde dentro, está fecundada por la
reparación amorosa.
Por tanto, un amor más pleno y perfecto será el amor y la reparación
ofrecidos por la Iglesia,
evitando cualquier intimismo o cerrazón de mirarse a uno mismo, preocuparse sólo
por la santidad de uno mismo; recordemos, en este sentido, las palabras del Papa Juan Pablo II en la Bula Incarnationis Mysterium:
“incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos” (n. 10).
Si llegamos a comprender en plenitud esta realidad eclesial de la
reparación, ¡con qué gozo no la viviremos! ¡Qué ardiente amor nos impulsará a
reparar por la Iglesia,
en bien de la Iglesia!
¡Qué entrega, en muchos momentos, heroica, sentiremos en nuestro espíritu para
ofrecerlo todo y a nosotros mismos por la santidad de la Iglesia!
Horizontes
nuevos, de mayor amor, presenta este rostro eclesial de la reparación para
evitar una posible devoción meliflua al Corazón de Jesús y entrar en un amor
sincero y eclesial al Corazón de Cristo vinculado, siempre, siempre, a la Iglesia.
Un paso ulterior será responder a aquello más concreto que el Señor
pueda pedirnos como objeto de reparación y amor. En general, siempre y por
todos, será el bien de la Iglesia y consagrar
(en el sentido más hondo del término) la vida en reparación por la Iglesia. A uno el Señor
le puede inspirar que un objeto más inmediato de reparación sea por la santidad
de los sacerdotes; otro, guiado por el mismo Espíritu, todo lo ofrecerá para
reparar por los pecadores; otra alma puede ser conducida por el Espíritu para
reparar e inmolarse por la evangelización (por los alejados, por las misiones);
un enfermo puede ser requerido por el Señor para que repare y ofrezca por las
vocaciones en la Iglesia;
una viuda dedicada al Señor, puede consagrarse y ofrecerlo todo por su
parroquia.
Habrá
que discernir las mociones y estar atentos a ellas, pero siempre el horizonte
sobrenatural y extraordinario, fruto de un mayor amor, de ofrecerse, de
reparar, de mortificarse con amor oblativo, por la Iglesia. “Quien de verdad
comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida”[2].
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