domingo, 9 de febrero de 2020

Sentido eclesial del alma


El camino para una reparación más plena es eclesial: por la Iglesia, en función de la Iglesia, a favor de la Iglesia, sintiendo y amando la Iglesia. Con nuestra reparación amorosa la Iglesia misma irá logrando mayor plenitud como signo del Reino, como sacramento de salvación, como instrumento de la gracia y de la misericordia de Dios.




Participando de la redención de Cristo por nuestra reparación contribuiremos a que la Iglesia viva de la misericordia de Dios y muestre el rostro misericordioso del Padre a todos los hombres, y así nuestra reparación coopera a la vida y misión de la Iglesia.

La Iglesia profesa la misericordia de Dios; la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en Él, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero... 

La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto, precisamente al acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto –en un cierto sentido central y al mismo tiempo accesible en el plano humano- de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.


La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora (Dives in misericordia, 13).




Acto pleno de sentido es la ofrenda de amor a la misericordia de Dios que hizo Sta. Teresa de Lixieux. El texto, amplio y delicioso, se comprende desde la Comunión de los santos y el ofrecimiento reparador por el mundo y por la Iglesia:


Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla. Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas...?

¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso...? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito...

¡Oh Dios mío!, tu amor despreciado, ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti...

Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, que se eleva hasta el cielo...!

¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor...![1].


Esa ofrenda, de inmolación amorosa, construye y edifica la Iglesia, y hace que, rebosante de amor, pueda profesar la misericordia y ser signo de la misericordia de Dios a los hombres, porque, desde dentro, está fecundada por la reparación amorosa.

Por tanto, un amor más pleno y perfecto será el amor y la reparación ofrecidos por la Iglesia, evitando cualquier intimismo o cerrazón de mirarse a uno mismo, preocuparse sólo por la santidad de uno mismo; recordemos, en este sentido, las palabras del Papa Juan Pablo II en la Bula Incarnationis Mysterium: 


“incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos” (n. 10). 


Si llegamos a comprender en plenitud esta realidad eclesial de la reparación, ¡con qué gozo no la viviremos! ¡Qué ardiente amor nos impulsará a reparar por la Iglesia, en bien de la Iglesia! ¡Qué entrega, en muchos momentos, heroica, sentiremos en nuestro espíritu para ofrecerlo todo y a nosotros mismos por la santidad de la Iglesia! 

Horizontes nuevos, de mayor amor, presenta este rostro eclesial de la reparación para evitar una posible devoción meliflua al Corazón de Jesús y entrar en un amor sincero y eclesial al Corazón de Cristo vinculado, siempre, siempre, a la Iglesia.

Un paso ulterior será responder a aquello más concreto que el Señor pueda pedirnos como objeto de reparación y amor. En general, siempre y por todos, será el bien de la Iglesia y consagrar (en el sentido más hondo del término) la vida en reparación por la Iglesia. A uno el Señor le puede inspirar que un objeto más inmediato de reparación sea por la santidad de los sacerdotes; otro, guiado por el mismo Espíritu, todo lo ofrecerá para reparar por los pecadores; otra alma puede ser conducida por el Espíritu para reparar e inmolarse por la evangelización (por los alejados, por las misiones); un enfermo puede ser requerido por el Señor para que repare y ofrezca por las vocaciones en la Iglesia; una viuda dedicada al Señor, puede consagrarse y ofrecerlo todo por su parroquia.

 Habrá que discernir las mociones y estar atentos a ellas, pero siempre el horizonte sobrenatural y extraordinario, fruto de un mayor amor, de ofrecerse, de reparar, de mortificarse con amor oblativo, por la Iglesia. “Quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida”[2].


[1] CA, 84 rº.

[2] Sta. TERESA DE JESÚS, C 12,2.

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