La reparación es uno de los aspectos
esenciales de la vida contemplativa en la Iglesia, un hontanar de gracias para todo el
pueblo cristiano. La reparación responde y se acomoda muy bien al carisma e
identidad propia de los Institutos contemplativos en la Iglesia, pues, insertos en
el Misterio, participando plenamente del don de la Comunión de los santos,
están situados en el corazón de la
Iglesia, asociados a la Pasión, Cruz y Resurrección de Jesucristo (su
Misterio pascual), vitalizando, santificando, renovando el amor de la Iglesia a su Esposo,
Cristo Jesús.
Así la vida contemplativa ofrece su alabanza litúrgica, su
ascesis y penitencia, su oración secreta y escondida, por la vida de la Iglesia y del mundo. De la
fidelidad a su propio ser, a su carisma, dependerá, en mucho, la santidad de la Iglesia. Y, desde otro
punto de vista, si no se entiende el misterio de la Comunión de los santos,
lo invisible de la Iglesia,
jamás se podrá comprender la “utilidad”, el valor, de la vida contemplativa.
María derramó el perfume de nardo a los pies de Jesús; era el amor el que la
movía. En los cálculos pretendidamente “humanos”, “útiles”, no se entiende.
Pero el Señor fue ungido con amor. La casa se llenó de perfume que todos
pudieron aspirar. Y en la casa del Señor, la vida contemplativa es nardo
derramado, el buen olor de Cristo, que a todos embriaga y a todos llega, por
sobreabundancia de amor.
Von Balthasar, quizás el más genial y contemplativo de
los teólogos del siglo XX, exponía este misterio:
María a los pies de Jesús es más
fecunda para el Reino de Dios que la hacendosa Marta. Y cuando María, en el
banquete de Betania, unge al Señor y Judas reprocha este “derroche” y calcula
el posible importe del perfume es a su vez recriminado: la fecundidad del derroche que no repara en mérito alguno es
para Jesús incomparablemente más importante
que una posible obra de caridad... Todas las formas de vida que en la Iglesia han nacido para
ser “contemplativas”, querían en su centro católico (pasando por alto ciertos
malentendidos superficiales) lo siguiente: encontrar una forma de vida que
soporte el acto fundamental del abandono en la fe, de la pura respuesta a las palabras
de la manera más auténtica y asidua posible. Esta idea descansó y descansa
sobre el hecho de que el acto de abandono en Dios tiene en sí su “obra” y con
ello su fecundidad, mientras que el modo de vida que comienza con obras
externas (como Marta) no puede estar seguro de que las obras tengan como su
motor permanente el acto de abandono en la fe. Lo que desde fuera aparece como improductivo es desde dentro más eficaz que
todo lo demás, por lo menos cuando la ofrenda del creyente es utilizada
por Dios para su implicación en la Pasión de Jesús por el
mundo[1].
El Concilio Vaticano II, en el
decreto sobre la vida religiosa, describe la vida consagrada señalando también
la dilatada fecundidad del amor y de la reparación a favor de la Iglesia:
Todos los que son llamados por
Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los profesan fielmente, se
consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo que, virgen y pobre,
por su obediencia hasta la muerte de cruz, redimió y santificó a los hombres. Así
movidos por la caridad, que el Espíritu
Santo derrama en sus corazones, viven
más y más para Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia. Ahora bien,
cuanto más fervientemente se unen con Cristo por esa donación de sí mismos, que
abarca la vida entera, tanto más veraz se hace la vida de la Iglesia y más
vigorosamente se fecunda su apostolado (PC 1).
La Iglesia ama y fomenta la
vida contemplativa, por los muchos valores que contiene en sí este género de
consagración, por la naturaleza de su entrega, por el testimonio insigne que
ofrece a los hombres de todo tiempo, por expresar el misterio de la Iglesia siempre pendiente
de las palabras de su Señor.
La vida contemplativa en la Iglesia, profesada por los
votos evangélicos y vivida en la clausura, son un don precioso de Dios a la Iglesia que sólo se puede
comprender y amar desde una mirada de fe[2]. Las palabras del Vaticano
II exigen una fidelidad radical y profunda a la propia identidad contemplativa,
sin perderse jamás en detalles periféricos, ni encerrarse en pequeñas
tradiciones y costumbres anquilosadas, ni convirtiendo la clausura en
cerramiento de la mente y del corazón al mundo, a los hombres, a la Iglesia, preocupándose
exclusivamente de su propia perfección y santidad, no viendo más que los
pequeños problemas internos, diríamos, domésticos, sin participar de los gozos
y esperanzas, angustias y búsquedas de los hombres. Todo lo contrario:
Una mística que se agotara en
puros “malabarismos” entre Dios y el alma agraciada, sin tener dimensión social y eclesial alguna (aunque
ésa no sea perceptible externamente) quedaría desenmascarada como pura ilusión.
“Si pasamos dificultades es para vuestro
aliento y vuestro bien; si cobramos aliento es para que vosotros cobréis ese
aliento” (2Cor 1,6)...
Por consiguiente, si
nadie se hace santo para sí mismo, pues esto significaría una
contradicción en sí mismo, ya que “el
amor no busca lo suyo” (1Cor 13,5), tampoco se hace sólo para sí mismo
monje o miembro de una orden religiosa o cualquier otra cosa en el estado de
los consejos, sino, en último término, para ser servidor de todos en el
seguimiento estrecho de Cristo, servidor que ofrece no sólo su cuerpo, sino
sobre todo su alma para que sea instrumento de la santificación de la Iglesia... El
entusiasmo que hay en tal entrega puede parecer a otros tan penoso como a los
discípulos la acción de María de Betania. “¿A
qué viene ese derroche? Podía haberse vendido por mucho y habérselo dado a los
pobres” (Mt 26,9). En las coordenadas de la pastoral ordinaria se suele
medir el sacrificio por su rendimiento social y caritativo. Pero el Señor, que
ciertamente es amigo de los pobres, sale a favor del imprevisto derroche, cuyo
buen olor se difunde para siempre en toda la casa (Jn 12,3) de la Iglesia... De este
modo, el sacrificio del estado de los
consejos sigue siendo aquella eficacia como
“perfume de Cristo para gloria de Dios” (2Cor 2,15) que todo lo
penetra, que confiere a la vida cristiana en la Iglesia su mejor fuerza y
su belleza suprema[3].
[1] VON BALTHASAR, Católico,
págs. 67-68.
[2] Es oportuno recordar el
cariño y la atención de la
Iglesia toda por las contemplativas, siempre que sea un amor
sincero y efectivo. Resulta impactante una extensa página de Von Balthasar a
este respecto, que modificaría el modo de acercamiento y su talante espiritual:
“la Iglesia
cuida de las vocaciones contemplativas como si se tratara de las niñas de sus
ojos. Lo son, como dicen Orígenes y otros Padres: Los que ven a Dios son los
ojos de la Iglesia. Los
contemplativos necesitan en sus conventos una dirección espiritual selecta; el
cargo de director espiritual en los monasterios contemplativos no puede
desempeñarlo sin más cualquier sacerdote anciano que ha quedado fuera de
servicio. La Iglesia
docente tiene que cuidarse de las vocaciones de los monasterios contemplativos;
la homilía, en la misa parroquial, debería explicar y acercar una y otra vez el
sentido y la urgencia de esta vocación para la Iglesia y para el mundo.
Por desgracia, el clero secular es a menudo, en este aspecto, no menos
ignorante y despreocupado que los seglares. La Iglesia de “fuera” tiene
que acompañar con amor y cuidado agradecidos a la Iglesia que vive en la
clausura; tiene que tener suficiente
espíritu cristiano para comprender el sagrado silencio que en aquélla reina, y,
sin embargo, no dejar caer la cortina del olvido ante los monasterios. Existen
muchísimos modos materiales y espirituales de ayudar, aun cuando sólo sea una
carta, un pensar en ello”, en Filosofía, cristianismo, monacato, pág. 447. A
este respecto, la lectura completa de este artículo en su obra Sponsa Verbi
(Madrid, ediciones Cristiandad) será de suma utilidad.
[3] VON BALTHASAR, Estados de
vida del cristiano, págs. 284-285.
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