Comienza entonces, como forma de
alabanza, una enumeración de los títulos de Dios, uno y trino.
Primero
se dirige al Padre: “Señor Dios, Rey celestial, Dios, Padre todopoderoso”.
¡Éste es nuestro Dios por siempre jamás!
Después,
como auténtica confesión de fe, reconoce y aclama a Jesucristo como Dios
verdadero, Hijo de Dios: “Señor, Hijo único, Jesucristo. Señor Dios, Cordero de
Dios, Hijo del Padre”.
Con
el canto, estas expresiones cristológicas se memorizan fácilmente en el pueblo
cristiano, siendo un modo de educar en la recta fe generación tras generación.
No extrañará entonces que los arrianos, aquellos que negaban la divinidad de
Cristo y lo hacían solo “semejante” al Padre como una criatura más, corrigieran
esta parte del Gloria para atribuir únicamente al Padre el ser Dios y Señor.
También
en los himnos hay alguna parte dedicada a la petición y súplica antes de la
estrofa final. En este himno doxológico, de glorificación, la Iglesia se dirige a su
Cabeza, Señor y Esposo. “Tú que quitas el pecado del mundo”: así comienza la
doble invocación para suplicar “ten piedad de nosotros”, “atiende nuestra
súplica” y la tercera es más desarrollada: “Tú que estás sentado a la derecha
del Padre, ten piedad de nosotros”.
Y
así como cualquier himno termina con una estrofa que vuelve a alabar y
glorificar a Dios, este himno concluye alabando hermosamente a Dios en cada una
de las tres divinas Personas: “Sólo tú eres santo, sólo tú, Señor, sólo tú,
altísimo Jesucristo. Con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre”. Clara
confesión de fe cristiana: así canta la Iglesia a Dios.
Los
títulos con los que canta a Cristo y le glorifica, resultan ser, además, recta
confesión de la fe ortodoxa, ya que el canto debe expresar la fe, no los
sentimientos, y la letra de himnos y cantos, fáciles por tanto de memorizar
gracias a la melodía, se convierten en instrumentos magníficos para grabar en
las mentes las verdades de la fe.
a)
“Hijo único”, o “Unigénito”:
Significa
que Jesucristo es el único Hijo de Dios propiamente, por naturaleza, y no por
adopción y gracia como los bautizados. Siendo su Hijo, es consustancial a Él,
de la misma naturaleza, y no una criatura como el hombre, ni siquiera semejante
o parecido a Dios. Ésta era la herejía arriana que, actualmente, ha rebrotado
con otros términos.
¡Cuánto
predicaron los Padres sobre esto! San Gregorio de Nisa decía: “El Verbo que
existe antes de los siglos es el unigénito, y que el Verbo hecho carne se ha
convertido en primogénito de toda criatura que en el tiempo ha nacido en
Cristo” (Sobre la perfección, 62). El gran san Agustín, combatiendo el
arrianismo, predicaba: “A su Hijo único en persona, al que había engendrado y
mediante el que había creado todo, lo ha enviado a este mundo, para que él no
estuviese solo, sino que tuviera hermanos adoptados. En efecto, nosotros somos
no nacidos de Dios como el Unigénito, sino adoptados mediante éste. Él, en
efecto, Unigénito, ha venido a aniquilar los pecados” (In Ioh. ev., tr. 2,13).
El
Crisóstomo, a su vez, predica: “Igual que las palabras ‘al principio era el
Verbo’ designan su eternidad, la frase ‘y al principio estaba junto a Dios’
indica que es coeterno con el Padre. En efecto, el evangelista, para que nadie
piense al oír ‘al principio estaba junto a Dios’, que el Padre sea preexistente
a Él, ni siquiera por unos instantes, y para que no se atribuya un principio al
Unigénito, se añade: ‘estaba al principio junto a Dios’. O sea es eterno como
el Padre, el cual, por consiguiente, jamás estuvo privado del Verbo. Éste, en
suma, existió siempre como Dios junto a Dios, aunque tuviera una persona propia
y distinta” (Hom. ev. Ioh, 4,1).
b)
“Señor Dios”
La
confesión más clara y explícita de Jesucristo como Dios la hallamos en el
incrédulo Tomás, que sólo cuando lo vio resucitado y capaz de tocarlo,
pronuncia, como broche de oro de todo el evangelio, la profesión de fe: “Señor
mío y Dios mío”.
Jesucristo
es Dios. Igual al Padre en dignidad y en naturaleza, Dios como Él, pero Dios
que asume nuestra humanidad encarnándose. No un profeta más, no un líder
religioso cualificado, no un revolucionario, no un defensor de causas
románticas y secularizadas, sino “Dios-con-nosotros”. No mero hombre, sino Dios
y hombre; no disfrazado de hombre, sino Dios y hombre verdadero. No simplemente
hombre, como tantos otros, sino su divinidad real bajo los velos de nuestra
carne. “¡Señor Dios!”.
Comentando
ese momento cumbre, la confesión de Tomás, dice san Agustín: “Veía y tocaba a
un hombre y confesaba a Dios, al que no veía ni tocaba; pero, mediante esto que
veía y tocaba, creía aquello” (In Ioh. ev., tr. 121,5).
c)
“Cordero de Dios”
“Señor
Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre”. ¿Qué significa? ¿Cuál es esta alusión a
Cristo como Cordero, que en otros momentos de la liturgia romana nos vamos a
encontrar?
Comentando
el pasaje (Jn 1,29) en que el Bautista califica así a Cristo, predica san
Agustín: “Cordero, pues, es sólo
aquel que no ha venido así, pues no fue concebido en medio de iniquidad, porque no fue concebido a partir de la
condición mortal; tampoco entre pecados
alimentó su madre en el útero a ese
que concibió virgen y virgen parió, porque lo concibió por la fe y por la fe lo
recibió. He aquí, pues, al Cordero de Dios… De Adán tomó sólo la
carne, no asumió el pecado. Quien de nuestra masa no asumió el pecado, ése es el que quita nuestro pecado” (In Ioh. ev., tr. 4,10).
Cristo,
Señor Dios, es el Cordero de Dios, el único sin mancha, inmaculado y puro,
capaz de ser ofrecido en expiación y ser, a un tiempo, Cordero pascual. “Así
también, el Cordero en singular, el
único sin mancha, sin pecado; no
cuyas manchas hayan sido limpiadas, sino cuya mancha fue nula… En singular,
pues, él –éste es el Cordero de Dios-,
porque con sola la sangre de este Cordero en singular han podido ser redimidos
los hombres” (S. Agustín, In Ioh. ev., tr. 7,5).
¡El
Cordero de Dios, el único! “La expresión ‘he ahí’, revela cómo eran muchos los
que aguardaban su llegada con un intenso deseo, acrecentado, también, por
cuantas cosas se venían diciendo de Él desde hacía mucho tiempo. Lo llama
‘cordero’ para evocar en la mente de sus oyentes las palabras del profeta
Isaías y las prefiguraciones de la época de Moisés y para, mediante un símbolo
alegórico, más fácilmente conducirlos hasta la verdad. Bien es verdad, sin
embargo, que el antiguo cordero no cargó con los pecados de nadie, mientras que
éste llevó sobre sí los pecados de todo el mundo. Él enseguida sustrajo a la
ira de Dios al mundo entero, amenazado de ruina” (S. Juan Crisóstomo, Hom. In
Ioh., 17,1).
d)
“Hijo del Padre”:
Otro
título más, en este caso reiterativo. Ya se dijo “Hijo único”, ya se le
reconoció “Unigénito”, pero la liturgia se recrea en contemplar la filiación
divina, única, desde siempre, antes de los tiempos, del Hijo. Es su divinidad a
la que alabamos. Es su divinidad, en cuanto Hijo único, la que se encarna y
nace y nos redime. “El Padre ama al Hijo,
pero como un padre a su hijo, no como un señor a su esclavo; como el Único, no
como a un adoptado. Así pues, ha puesto
todo en su mano. ¿Qué significa ‘todo’? Que el Hijo es tan grande como el
Padre. De hecho, para la igualdad consigo ha engendrado a ese que no tuvo como
rapiña ser igual a Dios en forma de Dios.
El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Cuando, pues, se dignó
enviarnos al Hijo, no supongamos que se nos envió algo menor de lo que es el
Padre. Al enviar al Hijo, se envió a sí mismo en otra persona” (S. Agustín, In
Ioh. ev., tr. 14,11).
Por
su parte, san Juan Crisóstomo dice: ‘“Entregó a su Hijo Unigénito’. No a un
siervo, no a un ángel o a un arcángel. Ningún padre ha sentido tanto amor por
sus propios hijos como Dios por sus siervos ingratos” (Hom. in Ioh., 27,2).
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