De la teología estética, simplemente esbozada en una anterior entrada, pasamos ahora al estilo estético que es inherente a la liturgia misma.
Nada más contradictorio a la liturgia que el desorden, la improvisación, el pauperismo, el estilo jovial y desenfadado, el ruido, la asimetría. Y es que la belleza debe brillar, resplandecer, en todo lo que la liturgia es.
3. Estilo estético de la liturgia eclesial
La
liturgia crea belleza, tiene belleza en sí. El sentido estético está muy
acusado en la liturgia y no se puede perder nunca; por esto, la belleza,
manifestación de Dios, es buscada por la Iglesia y plasmada, sensiblemente, en su
liturgia. La Iglesia
debe simplemente aceptar la belleza, alegrarse y dejarse alegrar en ella para
la edificación de los hermanos y la gloria de Dios. En la medida en que la
belleza manifiesta los maravillosos tesoros espirituales que están en Dios y en
su Palabra, en la medida en que la
Iglesia es edificada y no desviada, la belleza de las
iglesias y de la liturgia es deseable.
Como
primera aproximación a las características de la belleza de la liturgia se
pueden hallar:
-la noble sencillez (SC, c. VII; IGMR
287, 312). Buscar cosas dignas y auténticas (p.e., nunca flores de plástico),
adecuadas al uso litúrgico, pero con sencillez, sin recargamientos;
-la ornamentación ennoblece la liturgia, pero
no debe desfigurarla: a veces más que contribuir a la liturgia, la
entorpecen (multitud de ramos de flores, velas…). Cada cosa, cada elemento,
adorno, debe adecuarse a su uso litúrgico y a la acción litúrgica, en armonía y
proporción;
-conocer bien la liturgia para luego
saber ennoblecerla con la estética y no al revés (p.e. imponer cantos que nos
gustan pero no vienen bien al momento en que se cantan, poner grandes
candelabros que estorban el paso y no dejan ver…).
Sánchez Martínez, Javier, “Lo
bello y lo “inútil” de la liturgia”: Pastoral
litúrgica 236 (1997), 51-57.
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