No debo mirar como voluntad de Dios sobre mí,
cualquier ideal que atisbo o que alguien me propone. La excelencia del objeto
puede ser engañosa: todos esos ideales que aparecen en la conciencia cristiana
sucesivamente.
Es preciso que llegue a querer ese objeto sin buscarme a mí
mismo; con paz y serena confianza solamente en la gracia, de tal manera que me
desposea de mí mismo y reciba, como don de Dios, la perfección a la que aspiro.
Dos
criterios deben tenerse en cuenta sucesivamente, uno que se refiere a la
materia, y otro que se refiera a la manera.
De una parte, me ofrezco sin
restricciones a lo que se me presenta como mejor. Me inquieto si de desear lo
mejor, vengo a desear algo menos bueno. La repugnancia que esto me produce no
es signo de que no sea llamado a ello. Deseo vencerla mediante la oración y el
ofrecimiento.
Pero, por otro lado, si después de orar larga y sinceramente, y
sobre todo, después de pasar largo tiempo no consigo considerar este objeto con
paz, es signo claro de que soy yo mismo quien me construyo este ideal, o que,
al menos, de momento, no puedo considerarlo como mío.
La
conciencia y el gusto interior (: sabiduría) guiados por el Espíritu decidirán
en última instancia hacia aquello que es voluntad de Dios regalando la paz,
aunque no coincida con mi gusto sensible o inclinación espontánea de la
voluntad.
Encuentras la
sabiduría cuando distingues el sabor de cada cosa: rechazas lo primero porque
es amargo, desprecias lo otro como efímero y pasajero, y consideras que lo más
digno y perfecto es anhelar aquellos otros bienes. En este juicio y
discernimiento te guía un gusto secreto del espíritu (S. Bernardo, Serm. 15,
4).
Los vicios
son negros, las virtudes son blancas. Para discernir entre éstas y aquéllos
debe consultarse a la conciencia (S. Bernardo, Cant., Serm. 71,1).
Mas existen
diversas clases de espíritus y debemos discernir entre ellos; tanto más que el
Apóstol nos recomienda no creer a cualquier espíritu. Los menos instruidos y
quienes tienen una sensibilidad poco entrenada, pueden creer que los
pensamientos proceden de su propio espíritu y no de otro. Lo cual no es así,
como nos lo prueba la verdad cierta de la fe y el testimonio de las santas
Escrituras (S. Bernardo, Serm. 23,2).
¡Pónganos al corriente de alguna manera, por favor!
ResponderEliminar¡¡¡Suerte, mucha suerte!!!
En mis oraciones.
Espero que se encuentre bien, Don Javier. Le encomiendo.
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