viernes, 12 de mayo de 2017

Oración, un camino hacia Dios

La vida de oración, al paso de los días y las horas, no es un ejercicio mental para adquirir ideas, peligro éste de la meditación con un libro. No, no vamos a la oración para aumentar el caudal de ideas ni para aprender teología, sino para estar ante una Presencia, gozarnos de su amor, adorar, llegar a Dios.

La oración es siempre un camino, a veces arduo, dificultoso, otras veces llano, fácilmente transitable. Debe pasar por etapas distintas para irnos purificando y, finalmente, no buscar más que a Dios mismo, no sus bienes, sus dones, o aquello que la oración pueda producir en nosotros (paz, sosiego o consuelo). 

La oración, con sus etapas, sus evoluciones, sus purificaciones, es un camino hacia Dios. Buscamos a Dios, estamos ante Dios, queremos que Dios lo sea todo en todos, comenzando por el propio orante.

En camino hacia Dios, debemos aprender a ser orantes, íntegros, auténticos, encaminados correctamente, con ardor y sobre todo con perseverancia:

"Sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad" (Benedicto XVI, Audiencia, 4-mayo-2011).

Todo el hombre, buscando a Dios, entra en la oración. Un deseo inscrito en su más íntima naturaleza necesita ser saciado: hallará el descanso sólo en Dios que lo creó y lo llama.

Antes que ver en la oración unas fórmulas, o unas prácticas para determinados momentos prefijados, dentro del plan de vida, la oración es una tensión de todo el ser del hombre hacia Dios mismo:


"La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito" (Benedicto XVI, Audiencia, 11-mayo-2011).

Oramos. Y la oración es una búsqueda de Dios porque todo nuestro ser creado tiende hacia Él. La oración entonces se convierte en un camino, necesario, hacia Dios.


"Todo lo que acabamos de decir debe verse y comprenderse en el interior del movimiento que nos impulsa hacia nuestro destino final hacia el cual, además, todo el movimiento cósmico nos acompaña, "el amor que mueve el sol y las demás estrellas" (Dante). "Venga a nosotros tu reino". Para nosotros este destino final es estar unidos a Dios, uniri Deo, dice santo Tomás, y añade: "La oración, como movida por el amor de caridad, tiende hacia Dios de dos maneras: una por parte de lo que se pide, porque lo que principalmente hemos de pedir en la oración es nuestra unión con Dios... La otra manera es por parte de la persona que pide. A ésta le conviene acercarse a aquel a quien pide: localmente, cuando se trata de otro hombre; mentalmente, cuando se trata de Dios. De ahí lo que dice Dionisio: Cuando invocamos a Dios en nuestras oraciones, nos acercamos mentalmente y sin velos a El. Este es también el sentido en que el Damasceno dice que la oración es la elevación de nuestra mente a Dios" (II-IIa, q. 83, a. 1, ad 2).

Vivir es actuar hacia un fin. Pero la vida humana es una actividad se dirige hacia su fin libremente bajo la ley de una vocación. Esta vocación del hombre es estar unido a Dios. Y el acto que nos une propiamente a Dios es la "caridad", o el amor recíproco entre Dios y el hombre. Por la caridad Dios está en nosotros y nosotros estamos en él (Jn 17,23-26; 1Jn 2, 6.23). En virtud de la unión de amor Dios se convierte para nosotros en el único centro alrededor del cual gira nuestra vida con todos sus deseos y sus preocupaciones. Además, por el acto creador Dios es ya desde el origen el centro de nuestro ser y de todos los seres. Nos es íntimamente presente. Nuestro centro natural, inicial e invariable se convierte así, en la realización perfecta de nuestra libertad para Dios, el centro sobrenatural, final, personalmente elegido y aprobado. Con la gracia de Dios debemos, por nuestra actividad, elevarnos a lo que somos ya y siempre a manera de una vocación.

La unión con Dios no es una simple confluencia sino una "unidad", en un sentido profundo que supera nuestras capacidades de representación. En esta unión nada podemos añadir a la perfección infinita de Dios. Entonces estamos integrados en Él, pero de manera que no solamente no perdemos nada de nuestra existencia sustancial, sino que al contrario éste se realiza en nosotros a la perfección. Por la caridad formamos con Dios una unidad-en-dualidad que nuestro pensamiento, sometido aquí abajo a las representaciones espaciales, es incapaz de aprehender.

Los más grandes entre los Padres de la Iglesia, de acuerdo con los místicos, dicen simplemente que en la unión más alta con Dios somos divinizados. Así en sus fórmulas centrales de la economía de la salvación, "Dios se ha humanizado para divinizarnos" o "Dios se ha hecho hombre para hacer de nosotros dioses". El movimiento descendente de Dios y el movimiento ascendente del hombre, así descritos, deben comprenderse como simple verdad y no como metáforas peligrosas. Lo que el hombre en su orgullo quería convertirse independientemente de Dios, "ser semejante a Dios", Dios mismo se lo dona cuando se une a nosotros por su gracia.

Es evidente que en la unidad religiosa Dios y el hombre divinizado no son dos compañeros iguales. Porque, lo mismo que en virtud de la creación dependemos completamente de Dios y le pertenecemos, teniendo en Él nuestra existencia y nuestra vida humanas, así recibimos nuestra divinización por la gracia enteramente de Dios de manera que en Él gozamos de una existencia y de una vida divinas. "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero..." (1Jn 4,10 y 19). En todo el orden de una existencia y de una vida este primado absoluto del amor divino debe afirmarse sin reservas, incluso si ninguna reflexión teológica es capaz de expresar este misterio de una manera adecuada".

(WALGRAVE, J-H., L'expérience des mystiques, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 79-81).

Añadamos, finalmente, un texto de san Juan de la Cruz; para ver así cómo el centro del alma es Dios, y Dios por amor nos eleva y se realiza así toda la verdad de nuestro ser.

"11. En las cosas, aquello llamamos centro muy profundo que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento, y no puede pasar de allí; así como el fuego o la piedra, que tienen virtud y movimiento natural y fuerza para llegar al centro de su esfera y no pueden pasar de allí, ni dejar de estar allí, si no es por algún impedimento contrario. Según esto, diremos que la piedra, cuando está dentro de la tierra, está en su centro, porque está dentro en la esfera de su actividad y movimiento, que es el elemento de la tierra; pero no está en lo más profundo de ella, que es el medio de la tierra, porque todavía la queda virtud y fuerza para bajar y llegar hasta allí si se le quita el impedimento de delante; y, cuando llegare y no tuviere de suyo más virtud para más movimiento, diremos que está en el más profundo centro.

12. El centro del alma Dios es, al cual habiendo ella llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación, habrá llegado al último y profundo centro del alma, que será cuando con todas sus fuerzas ame y entienda y goce a Dios. Y cuando no llegue a tanto como esto, aunque esté en Dios, que es su centro por gracia y por la comunicación suya, si todavía tiene movimiento para más y fuerza para más, y no está satisfecha, aunque está en el centro, no en el más profundo, pues puede ir a más.

13. El amor une al alma con Dios; y cuantos más grados de amor tuviere, más profundamente entra en Dios y se concentra con él; y así podemos decir que cuantos grados hay de amor de Dios, tantos centros, uno más que otro, hay del alma en Dios, que son las muchas mansiones que dijo él (Jn. 14, 2) que había en la casa de su Padre" (Ll A, 1,11-13).

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