La acción de consolar la encontramos de manera muy frecuente en las Escrituras y nos presenta una acción de Dios que llena de esperanza. Dios no se muestra distante del sufrimiento de sus hijos, sino que lo asume, y se vuelca para aliviar. Dios está cercano, próximo, en la aflicción.
Las promesas de Dios a lo largo de la historia de Israel eran promesas de salvación, y a su pueblo elegido y tantas veces infiel y de dura cerviz, que experimentó diversas pruebas, lo consoló en la tribulación y lo alentó en la esperanza de la salvación: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados” (Is 66, 13), “los alegraré y aliviaré sus penas” (Jer 31,13). En todo momento, “el Señor consuela a su pueblo y se compadece de sus pobres” (Is 49,13) y pide a sus profetas: “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is 40, 1).
Dios es siempre “fuente de toda paciencia y consuelo” (Rm 15,5), “consuela a los afligidos” (2Co 7,6) y el consuelo es expresión de su amor infinito: “Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente” (2Ts 2,6).
Podemos exclamar como san Pablo: "¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios" (2Co 1,3).
El Espíritu Santo es enviado para consuelo de las almas, es la consolación de Dios a sus hijos, como acción interior.
Valoremos y consideremos esta acción consoladora del Espíritu Santo:
"La consolación encierra un contenido mesiánico, que los israelitas piadosos, fieles a la herencia de sus padres, tuvieron presente hasta los umbrales del Nuevo Testamento" (Juan Pablo II, Audiencia general, 13-marzo-1991).
El Espíritu Santo prolonga por todas partes y para todos la acción de Jesús, "consuelo de Israel", y se derrama en nosotros sacramentalmente ofreciéndonos esa consolación tan interior, deliciosa, reconfortante.
"El Consolador del que habla Isaías, visto en la perspectiva profética, es Aquel que lleva la Buena Nueva de parte de Dios, confirmándola con "signos", es decir, con obras que contienen los bienes saludables de verdad, de justicia, de amor y de liberación, la "consolación de Israel". Y Jesucristo cuando, cumplida su obra, deja este mundo para volver al Padre, anuncia "otro Consolador", a saber, el Espíritu Santo, que el Padre mandará en nombre de su Hijo" (íbid.).
No hay mayor consuelo que el que nos proporciona el Espíritu Santo. Invoquémosle frecuentemente y gocemos de su consolación en la vida sacramental.
Oremos pidiendo el Espíritu Santo:
Bellísimo y oportuno.
ResponderEliminarGracias
SIL:
EliminarGracias. Espero que sea oportuno en otro sentido más: en que el Espíritu Santo consuele siempre su alma, la suavice y la llene de Jesús.
Gracias, D. Javier, por su respuesta. ¡Qué maravilla cuando se le nota actuando dentro! ¡Si fuera contínuo, sólo faltaría la "vista"! ¿Hasta cuándo? Pero no, aún no es tiempo...
EliminarOjalá esa obra de Dios se realice, y con esa misma gracia pueda yo "consolarle, acompañarle y darme a El"... si no es mucha pretensión.
Saludos y unión de oraciones con todos.
Cuando menos lo espero en mis momentos de tribulación recibo un consuelo y ese consuelo generalmente proviene de la iniciativa de tender la mano a un necesitado
ResponderEliminarMaría Auxiliadora:
EliminarGracias por su experiencia aportada.
En ocasiones, nuestra alma recibe un consuelo gratuito, del cielo, cuando ejercemos misericordia con nuestros hermanos.
Consolad a mi pueblo dice el Señor, mostradle el camino de la libertad. Yo os daré fuertes alas, transformaré vuestras pisadas en sendas de eternidad.
ResponderEliminarJulia María:
EliminarDios, siempre caballeroso, suele ejercer una acción de consuelo suavísima en el alma, mediante detalles pequeños que Él nos regala.
Un abrazo