3. Las preces
3.1. Hijos de la luz
La
luz de la Pascua
es la vida de Cristo glorioso que se expande, brillante, sobre las tinieblas
que cubrían el orbe entero. Su “luz nos
hace ver la luz” (Sal 35) y nos hace “pasar
de las tinieblas al reino de su luz admirable” (1P 2,9). El deseo del
cristiano es vivir y permanecer en la luz: “Padre santo, que hiciste pasar a tu
Hijo amado de las tinieblas de la muerte a la luz de tu gloria, haz que podamos
llegar también nosotros a tu luz admirable” (Dom. Octava). La luz de Cristo nos
envuelve y nos permite caminar por sendas de vida nueva cada jornada: “Dios,
Padre de los astros, que has querido iluminar el mundo con la gloria de Cristo
resucitado, ilumina, desde el principio de este día, nuestras almas con la luz
de la fe” (Lun II).
Vivir
en la luz, siendo hijos de la luz, nos renueva y llena de gozo, provocando la
acción de gracias a Dios y la alabanza: “Dios, Padre de los astros, te
aclamamos con acción de gracias en esta mañana, porque nos has llamado a entrar
en tu luz maravillosa y te has compadecido de nosotros” (Mier II). La luz de la
resurrección nos ilumina constantemente: “Tú que con la columna de fuego
iluminaste a tu pueblo en el desierto, ilumina hoy con la resurrección de Cristo
el día que empezamos” (Juev II).
Mientras
que la oscuridad y las tinieblas provocan inseguridad y angustia, la luz da
seguridad y paz; se sabe dónde se está, se contempla todo, se ve al caminar.
Cristo con su luz nos alegra: “Cristo, luz esplendorosa que brillas en las
tinieblas, rey de la vida y salvador de los que han muerto, concédenos vivir
hoy en tu alabanza” (Dom III). A Él, resucitado, suplicamos: “ilumina hoy
nuestras mentes” (Mier III); Él, resucitado, ilumina y nos hace reflejar su
gloria: “ilumina tu rostro sobre nosotros, para que, libres de todo mal, nos
saciemos con los bienes de tu casa” (Vier III).
3.2. Cristo nuestra Pascua
La
liturgia pascual permite ahondar en el misterio de Cristo; descubrimos y nos
gozamos en quién es Cristo y en lo que ha realizado por su Muerte y gloriosa
Resurrección. Siempre será una contemplación inacabada, imperfecta, pero
necesaria, de la Persona
del Señor resucitado.
¿Quién
es Cristo? ¿Cuál es la grandeza del Misterio pascual del Señor?
Dios
hizo “pasar a tu Hijo amado de las tinieblas de la muerte a la luz de tu
gloria” (Dom. Octava). Por la fuerza de la cruz y de la resurrección hemos sido
redimidos y santificados: “por medio de tu Hijo resucitado de entre los muertos
has abierto a los hombres las puertas de la salvación” (Lun II), y por Cristo,
el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones: “por medio de tu
Hijo resucitado has derramado sobre el mundo el Espíritu Santo” (Lun II).
Cristo, y solamente Cristo, es nuestra salvación, que se nos da como Don
inmerecido: “Que Cristo, el Señor, clavado en la cruz para librarnos, sea hoy
para nosotros salvación y redención” (Lun II).
Nos
confiamos a nuestro único Mediador: “Intercede, Señor, por medio del Espíritu
Santo, ante el Padre, para que seamos dignos de alcanzar tus promesas” (Dom
VII); le invocamos, Sacerdote eterno, para una renovada efusión de su Espíritu;
intercede constantemente por sus hermanos: “Tú que resucitaste de entre los
muertos y estás sentado a la derecha de Dios, intercede siempre en nuestro
favor ante el Padre” (Juev VII).
La
resurrección de Cristo es la afirmación de Dios sobre su Hijo; ha recibido su
sacrificio que ha sido plenamente grato a Dios por el amor: “Padre santo, tú
que al resucitar a tu Hijo de entre los muertos manifestaste que habías
aceptado su sacrificio” (Vier II). Ha sido constituido Señor y Salvador y la Iglesia se complace en
invocarle con los distintos títulos cristológicos: “luz esplendorosa que
brillas en las tinieblas” (Dom III), “Hijo del Padre, maestro y hermano
nuestro” (Dom III), “Rey de la gloria” (Dom III). Es “Salvador” (Mart III),
“Salvador nuestro” (Mier III), “Rey de la gloria y vida nuestra” (Mier III),
“vencedor del pecado y de la muerte” (Juev III), “príncipe de la vida” (Sab
III).
El
sacrificio pascual de Cristo es la plena redención para el hombre. Cristo es
ahora el Señor y su Vida ha triunfado: “en tu victoria destruiste el poder del
abismo, borrando el pecado y la muerte” (Lun III), “alejaste de nosotros la
muerte y nos has dado nueva vida” (Lun III), “diste vida a los muertos,
haciendo pasar a la humanidad entera de muerte a vida” (Lun III). Con la
resurrección “salvaste al universo entero” (Mart III) y nos permite aguardar
con esperanza el momento final, cuando todo se complete: “has prometido la
resurrección universal y has anunciado una vida nueva” (Mart III). Aguardamos
ese momento: “Confírmanos en la fe de la victoria final, y arraiga en nosotros
la esperanza de tu manifestación gloriosa” (Juev III).
Nos
atrae hacia Él porque el misterio de Cristo es nuestra propia vida: “Con tu
victoria sobre la muerte nos has alegrado y con tu resurrección nos has
exaltado y nos has enriquecido” (Mier III); nos ha sido revelado todo, por la
fidelidad de Dios mismo: “nos has revelado tu plan de salvación proyectado
desde antes de la creación del mundo y eres fiel en todas tus promesas” (Vier
III).
Por
su triunfo pascual, Jesús, el Señor, el Rey de la gloria, es adorado y aclamado
en el cielo y recibe también la amorosa alabanza de la Iglesia: “en el cielo eres
glorificado por los ángeles y en la tierra eres adorado por los hombres” (Mier
III). ¡Grade es el Misterio de la piedad que ha destrozado el Misterio de la
iniquidad! “Señor Jesús, Rey de la gloria, que, habiéndote ofrecido una sola
vez como oblación por nuestros pecados, subiste vencedor a la derecha del
Padre, perfecciona para siempre a los que van siendo consagrados” (Ascens).
Él,
Espíritu que da vida, se convierte ahora en la Fuente del Espíritu Santo,
que es derramado sin medida: “Señor Jesús, que, elevado en la cruz, hiciste que
manaran torrentes de agua viva de tu costado, envíanos tu Espíritu Santo,
fuente de vida” (Pentecost); “glorificado por la diestra de Dios, derramaste
sobre tus discípulos el Espíritu” (Pentecost).
La GLORIA de CRISTO y su VICTORIA. Urge revestirnos de ella si queremos ser LUZ del mundo. Y es fácil con no estorbar, la GRACIA actúa. Optar, no conforme a lo humano, sino conforme a la acción de la GRACIA y a la Ley de DIOS. Alabado sea DIOS.
ResponderEliminarSigo rezando. DIOS les bendiga
Aunque vivo con pasión la Liturgia de las horas y parece que mi comentario no tiene relación con la entrada de hoy (acepto la regañina por anticipado), considérese una expansión de mi ánimo:
ResponderEliminarNos dice Juan: “En el principio era el Verbo… En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella… Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo… A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios… y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia…”
Toda su vida fue sacrificio porque toda su vida, su alimento, fue hacer la voluntad del Padre. Echo de menos que al hablar de su muerte y resurrección se olvide su encarnación y su vida mortal pues ¿existe algún sacrificio mayor que el que supone que Dios se encarne y viva como cualquier hombre sujeto a la muerte? ¿Podemos separar encarnación y vida de su muerte y resurrección? Era la luz del mundo antes de su muerte y resurrección.
A título absolutamente personal: soy incapaz de alabarle, adorarle, darle gracias, si no lo hago en la totalidad de su Persona.
Considerad vosotros que estáis muertros al pecado (de Laudes).