sábado, 23 de febrero de 2013

El cristiano, hombre consagrado a Dios (fe)

La fe nos ha comunicado una nueva vida, la vida divina, la vida de los hijos de Dios, la adopción filial, una configuración con Cristo, una estrecha relación con el Espíritu Santo.


La fe nos ha recreado -mediante los sacramentos de la redención-, nos ha convertido en un pueblo santo, el pueblo Dios, y a cada uno de nosotros lo ha constituido en profeta en medio del mundo, rey ante la esclavitud del pecado, sacerdote que ofrece en el altar de su corazón los holocaustos de una vida santa y de una plegaria constante y asidua ante Dios.

El cristiano es un creyente, es decir, un hombre que cree, que vive de la fe y que la fe es el sostén de su vida, el todo de su existencia, y que, por tanto, ha sido consagrado a Dios mediante los sacramentos. Ya vive en Dios y para Dios: ¡pertenece a Dios!

Anda por el mundo el cristiano como un consagrado a Dios, con el sello de Dios en su vida y, tal vez, se ha ido olvidando del estilo de vida que como consagrado le pertenece; y, tal vez, no ha descubierto la grandeza y la verdad de esta consagración bautismal.

Redescubrir y considerar la fe -un Año de la fe- es redescubrir y considerar cómo Dios ha situado al cristiano en el mundo como un consagrado. Vive ya de otra manera en el mundo. Vive y obra con conciencia clara de a Quién pertenece y para Quién dedica todas sus obras y sus más íntimos afectos.

Buena tarea sería en este Año recuperar y vivir plenamente nuestra condición de consagrados, su dignidad, su vocación, su misión en el mundo, su plegaria.

"La Iglesia está en un período de renovación. Esta renovación puede consistir en dar nuevas formas a la organización externa y social de la Iglesia y también en brindar nuevas actividades a los miembros de la Iglesia, nuevo fervor, nuevo movimiento, y también puede consistir en despertar en el pueblo de Dios, en el clero y en los fieles, una nueva conciencia: la conciencia de su vocación, de su elevación, de su destino; la conciencia de su carácter mesiánico, de su santidad, de su contribución, en la misión profética de la Iglesia, de su renovación sobrenatural con Dios, de configuración en la unidad y dignidad del Cuerpo Místico de la Iglesia.

Este despertar de la conciencia, en la Iglesia y de la Iglesia, de su ser, de su misterio, que hace de los hombres seguidores de Cristo un pueblo elegido y especial, ha sido particularmente estudiado por el Concilio Ecuménico, celebrado hace poco; ciertamente, fue una de sus principales intenciones ilustrarlo y promoverlo, como uno de los factores principales de la renovación cristiana. Resultado de este esfuerzo de claridad interior y de búsqueda de la raíz renovadora de la vida de la Iglesia ha sido la mejor valoración del carácter sagrado de los que pertenecen a la misma Iglesia, la profundización en el "sacerdocio real", con que están investidos todos los cristianos. De esta suerte, se ha hablado ampliamente del sacerdocio real, es decir, del sacerdocio común a todos los fieles.

Esta consideración ha llamado la atención de las corrientes espirituales que hoy dominan los estudios teológicos y la meditación religiosa de los comentadores del Concilio y lleva consigo la esperanza de la ansiada renovación de la conciencia y de la vida de la Iglesia. No es una consideración nueva, ni un descubrimiento; pero puede tener gran importancia haber ganado de nuevo la atención general.

La Iglesia, templo espiritual viviente

No es nueva, decíamos; tiene una historia y una riquísima tradición (cf. Dabin, Le Sacerdoce royal des Fidèles, 2 vols. 1941 y 1950). Como es sabido, la palabra eje de esta doctrina es la de la primera carta del Apóstol Pedro: "sacerdotium sanctum", "regale sacerdotium" (1P 2, 5-9) con que el Apóstol, escribiendo a los grupos de primeros cristianos del Asia Menor, convertidos en su mayoría del paganismo (Cf. Holzmeister, Commentarius, 155), pretende confortarlos, por haber sido escarnecidos y vituperados, recordando a aquellos neófitos "los privilegios con que habían sido investidos al entrar en el cristianismo. Entre ellos, en dos ocasiones, enumera la dignidad sacerdotal" (De Ambroggi, Scuela Catt. 1947, 52-57). Pero San Pedro hace suyas algunas reminiscencias bíblicas (Ex 19,6; Is 43, 21, etc.) y transfiere con nuevo significado lo que se había dicho de Israel, que era como un pueblo sagrado dedicado al culto de Dios y revestido de dignidad real, afirmando que la incorporación a Cristo hace de los fieles una estirpe selecta, un templo espiritual, la Iglesia, formada de piedras espiritualmente vivas, los mismos fieles, destinados a ofrecer sacrificios internos y espirituales (cf. Cerfaux, Regale Sacerdotium, "Revue de Sc. Phil. et Theol.", 1935, pág. 25). La tradición comentará una y otra vez este núcleo de antropología cristiana, unos exagerando al ver en estas expresiones de San Pedro la definición de un solo sacerdocio cristiano concedido a todos los creyentes, como si no existiese otro sacerdocio (Cf. Tertuliano, De exhort. cast. 7; PL 2, 922); y posteriormente los reformadores protestantes; otros, en cambio, viendo ahí una prerrogativa sagrada común a los seglares y al clero (cf. San Ambrosio: Pues todos somos... sacerdotes de la Justicia, in Luc. 1, 8, 52; PL 15, 1782: "¿El pueblo mismo no es sacerdotal?", De sacram. 4, 1, 3; PL 16, 436).

Toda la vida cristiana se convierte en algo sagrado

Santo Tomás precisará que todos los fieles, que han recibido la impronta de Cristo, es decir, el carácter sacramental en el bautismo y luego en la confirmación, se hacen, en cierta medida, partícipes del sacerdocio de Cristo (III, 63, 3). De suerte que, como enseña espléndidamente el Concilio, "los bautizados mediante la regeneración y la unción del Espíritu Santo, son consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para ofrecer con todas las obras del cristiano sacrificios espirituales" (LG 19); toda la vida cristiana se hace sagrada, y al mismo tiempo idónea, como cosa propia del sacerdocio, comenzando por Dios; más aún, dice también el Concilio: "Todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando al mismo tiempo a Dios, se ofrecen a sí mismos como víctimas vivas, santas y gratas" a Dios mismo; por tanto, sacerdotes y víctimas al mismo tiempo, como lo fue Cristo, único y sumo sacerdote y única víctima eficazmente expiatoria. Pero dos son los sacerdocios en la Iglesia de Dios, el común y el ministerial, porque, añade también el Concilio: "el sacerdocio común de los fieles y el ministerial o jerárquico, aunque difieren esencialmente y no sólo de grado, sin embargo están ordenados el uno al otro, porque cada cual a su modo, ambos participan del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial con el poder sagrado de que está investido, forma y rige al pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en persona de Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles en virtud de su sacerdocio real, contribuyen a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen recibiendo los sacramentos, orando y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y una caridad activa" (LG 10).


De aquí se deduce, hijos carísimos, que es nueva y esencialmente religiosa la vida del cristiano. No se puede tener un concepto adecuado y exacto de él sin pensar en su elevación sobrenatural, en su dignidad personal. Vienen a la memoria las célebres palabras de San León Magno: "Advierte cristiano tu dignidad"; se presentan al espíritu las consecuencias y exigencias, morales y eclesiales, derivadas de ese conocimiento de la personalidad cristiana.

Fidelidad al Señor

Debemos preguntarnos si ese conocimiento del carácter sagrado de nuestra vida, unida a la de Cristo, está despierta en nosotros y es operante; si nos ayuda a juzgar debidamente sobre el bien y el mal moral; y si la obligada premura en distinguir lo sagrado de lo profano, tanto en el campo de la ciencia como de la acción, nos hace frecuentemente olvidar que todos estamos revestidos de un carácter sacerdotal, para desacralizar nuestra mentalidad, nuestro modo de ser, nuestra actividad; hay una tendencia a hacer desaparecer el nombre de católico, a laicizarlo y a desacralizarlo todo. ¿Esta tendencia estaría de acuerdo con el espíritu del Concilio? ¿Tendría la virtud de animar esa renovación que el Concilio pretende promover? Realizadas las debidas distinciones, nosotros creemos que no. ¿Y a vosotros, llamados por el Concilio a la conciencia y al ejercicio "del sacerdocio real" de todo cristiano, qué os parece?"

(Pablo VI, Audiencia general, 23-agosto-1967).

6 comentarios:

  1. Comparto hasta las tildes.

    Por bromear: le he preguntado al Santo Padre si, en el texto de su Audiencia, puedo sustituir el término "renovación" por "conversión", y se ha reído.

    En oración ¡Qué Dios les bendiga!

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    1. ¿Se ha reído? ¡Uy, uy! No me cambie el discurso de Pablo VI, no me lo cambie.........

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    2. ¡A sus órdenes! Bromeaba.

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  2. Yo veo como el nombre de DIOS está también desapareciendo de nuestro vocabulario cotidiano. Creo que todos sabemos que la palabra "católico" en determinados ambientes, es básicamente peyorativa.
    No me son extraños esos ambientes y no por elección.
    No sé muy bien la razón, tal vez tenga algo que ver con eso, pero día a día tiendo a vivir mi FE como una guerra a muerte, como una guerra sin tregua ni cuartel. Posiblemente eso sea el sacerdocio. Lástima ser tan ignorante y perder tantas batallas. Alabado sea DIOS. Sigo rezando.

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    1. Antonio ¡anímese! Todos perdemos batallas y todos ignoramos mucho más de lo que sabemos o creemos saber; todos vamos aprendiendo leyendo, escuchando y hablando con otros, y reflexionando sobre lo leído, escuchado y hablado.

      Tenga en cuenta que, con honrosas excepciones, los que descalifican “lo católico” se basan en tópicos y medias verdades que han asumido indiscriminadamente, titulares mal digeridos, algún mal libro y la propia ignorancia del que descalifica. Por lo que a mi respecta, creo que llevo toda mi vida “predicando en el desierto”.

      En lo que de mi experiencia pueda ser extrapolable: bastantes batallas que creemos perdidas por nuestra culpa, estaban perdidas de antemano pues no hay mayor ciego y sordo que el que no quiere ver y oír. La sabiduría, la elocuencia, la pedagogía, la psicología, la santidad de Cristo no encontró eco en aquellos que no quisieron recibirle.

      Pero seguimos gritando pues, si dejásemos de hacerlo, gritarían las piedras


      Un saludo.



      .

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  3. Muchas gracias Julia María por sus reconfortantes y alentadoras palabras. Abrazos en CRISTO.
    DIOS la bendiga.

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