Cirios en el altar
Los
cirios acompañaban la solemne entrada del pontífice –según el Ordo Romanus I-.
Van siete cirios llevados por los acólitos; es una distinción que se tenía
antiguamente para con los emperadores y los altos dignatarios (Jungmann, p.
106). Para el evangelio, en la Misa papal, va el diácono con el Evangeliario
hacia el ambón precedido por dos acólitos con ciriales y dos subdiáconos, de
los que uno lleva el incensario.
Sobre
el siglo X, para la Misa solemne del sacerdote con un diácono y clero, también
se llevan 7 candelabros en la procesión de entrada, aunque ya una rúbrica
ofrece una posibilidad: (autseptem) autduo… o siete o dos… (Jungmann, p. 271).
Cuando
en la Misa se suprime la procesión de entrada (Misa privada, un solo sacerdote;
o Misa parroquial con la sacristía junto al presbiterio que ya no permite una
procesión), los candelabros que antes iban en procesión y se colocaban sobre el
altar, ahora ya se encuentran colocados antes de empezar la Misa.
Las
normas sobre el empleo de los cirios y su colocación en el presbiterio son
explicadas por los comentaristas carolingios, p.e., Amalario y Remigio de
Auxerre.
Cuando
en la época carolingia se quitó el reparo, el escrúpulo, de colocar sobre la
mesa santa otras cosas que no fueran absolutamente necesarias para el
sacrificio era natural que se colocaran los candelabros ya antes de la Misa
sobre el altar, dejándolos allí cuando no había procesión de entrada.
“La
consecuencia fue que –exceptuadas las grandes solemnidades, en las que los
acólitos llevaban ciriales- desapareciera su carácter originario de rito
honorífico del celebrante, que entonces era casi siempre obispo, y se
convirtiera en adorno de altar y del misterio que en él se realizaba”
(Jungmann, p. 355).
Ningún
documento antiguo hace alusión a velas o cirios sobre el altar. La primera
mención es la del OR I, donde los cirios llevados en la procesión de entrada
los llevan “hasta el altar”. Los dejan en tierra, cuatro a la derecha y tres a
la izquierda. Esta práctica de los candelabros en el suelo se mantuvo
invariablemente durante la Edad Media (Righetti, I, p. 494).
Así
la primera noticia de los candelabros ya sobre el altar la tenemos en el papa
Inocencio III (De s. altaris misterio, II, 21). En los cuadros de la segunda
mitad del siglo XI los candelabros ya aparecen sobre el altar (fresco del siglo
XI en la basílica de S. Clemente de Roma y algunas miniaturas). Por otra parte,
la costumbre de colocarlos al lado del altar en el suelo, aún no había
desaparecido en el siglo XVI. En los siglos XIII y XIV hay miniaturas que
muestran sobre el altar un solo candelabro en un extremo del altar y en el otro
extremo, en simetría, la cruz.
Las
Consuetudines (costumbres) monásticas fueron estableciendo el número de velas
según el grado de solemnidad.
Amalario,
que explica todo alegóricamente, expone el sentido de los cirios en la Misa:
“Mientras
los cantores cantan el Kyrieeleison, los acólitos colocan en el suelo los
cirios que tienen en sus manos. Los coloca a uno y otro lado y uno en medio
porque, después de hecha una buena obra, el Espíritu Santo guía a una gran
humildad, cuya luz se expresa por la luz de los cirios. Esta humildad es la que
se enfrenta a los soberbios y concede la gracia a los humildes, a fin de que
entendamos verdaderamente que somos ceniza y polvo. Ésta es la luz que iluminó
al patriarca Abrahán cuando, después de haberle hablado el Señor, dijo: “Me he
atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza”. El cirio que está en
el medio representa al que dijo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos”.
El
número de ceroferarios no debe rebasar el número de siete, porque toda la
Iglesia está iluminada por el Espíritu septiforme. Este Espíritu septiforme
habita de manera particular en Cristo. Mientras el obispo sube para dirigirse a
su sede, los cirios se cambian de lugar, colocándolos por orden en una sola
línea hasta el altar, a excepción del primero.
Por
medio de los cirios se quien expresar varios dones de las gracias del Espíritu
Santo por los que la Iglesia es iluminada. Entre los dones mencionados hay dos
que debemos recordar, es decir, la variedad de dones y la unidad de la Iglesia.
Por medio de los cirios colocados a uno y otro lado se significa los dones
distribuidos hasta ahora a través de los corazones de los elegidos. A través de
la colocación en una sola línea, la unidad del Espíritu en cada uno de sus
dones. Esta composición tiene exactamente sentido desde el primer cirio, que
dijimos que significaba a Cristo, del que procede el Espíritu Santo, y en el
que permanece eternamente.
Por
él fue enviado, en lenguas de fuego, el día de Pentecostés, como si fura hasta
el altar, es decir, hasta los corazones de los escogidos como apóstoles. Y, por
esto, lo que se realiza después en el oficio de la misa, expresa figuradamente
aquel tiempo en el que los apóstoles y los sucesores de los apóstoles ejercen
las acciones del Señor, lo cual tiene el momento final cuando se ha acabado de
leer el Evangelio. Pueden también entenderse de manera sencilla la disposición
de los cirios para que quede libre el paso alrededor del altar por los que
deben ejercer el ministerio” (AMALARIO, LiberOfficialis, cap. III, VII, 1-4).
Ya
era costumbre hispana que se enciendan 7 cirios o lámparas en el altar para el
sacrificio eucarístico; 7 lámparas en el altar con el aprecio simbólico que el
número siete tiene en la liturgia hispana: 7 las oraciones de la Misa, 7 las
peticiones del Padrenuestro y su “Amén”. Y así debe disponerse el altar cuando
se celebra en rito hispano-mozárabe (cf. FERRER, J. M., “Cómo celebrar la Misa
en el rito hispano-mozárabe” en Id., Curso
de liturgia hispano-mozárabe, p. 201). El propio san Isidoro habla del
simbolismo del número 7: “La razón de tal número parece que se deba, o bien a
la septenaria universalidad de la santa Iglesia, o bien a la septiforme gracia
del Espíritu, don del cual es la santificación de las ofrendas” (De Eccl. Off.,
I, c. XV); “el número septenario místico suele aparecer en las Escrituras al
tratar de perfecciones” (De Eccl. Off., I, c. XXXII).
Estos
cirios en el rito hispano se empleaban, sostenidos por acólitos, en el
Evangelio y en el Sacrificium, la procesión de la oblata de pan y de vino,
junto al incensario:
“Acólitos
en griego, ceroferarios en latín, se les encomienda portar los cirios a la
lectura del Evangelio o cuando se ofrece el sacrificio. Es entonces cuando los
acólitos encienden los cirios y los sostienen, no para ahuyentar las tinieblas,
porque puede al tiempo brillar el sol, sino para mostrar un signo de alegría y,
bajo el símbolo de la luz corporal aparezca aquella luz sobre la que se lee en
el Evangelio: “Era la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este
mundo”” (S. Isidoro, De eccl. Off., lib. II, c. XIV).
Así
pues, los cirios encendidos en el altar, o cerca de él, provienen de una
costumbre del siglo XI que se generalizó. Se deriva del uso de cirios en la
procesión de entrada como signo de respeto al celebrante.
En
el Misal de S. Pío V, los candeleros se han de colocar por partes iguales a los
lados de la Cruz (no en los ángulos del altar, ni en las paredes para la Misa
rezada) o sobre las gradas o sobre la mesa, cerca de los corporales (Martínez
de Antoñana, I, p. 417). Se especifica el número:
- 7 en la Misa pontifical solemne del propio obispo diocesano
- 6 en la Misa solemne de las festividades
- 4 en los domingos y otros días menos solemnes
- 2 en las Misas feriales.
Su
significado lo explica el Misal: “como expresión de veneración o de celebración
festiva” (IGMR 307). Dan solemnidad y nos recuerdan la grandeza del Misterio.
Conviene
que sean hermosos, no simples velitas, no demasiado altos para no dificultar la
visión de lo que se hace en el altar, y en número proporcional a la liturgia
del día, distinguiendo una feria, una fiesta y una solemnidad. Siete
candelabros se colocan exclusivamente en la Misa del obispo diocesano en su
diócesis. Se colocan sobre el altar o cerca de él:
“Sobre
el altar, o cerca de él, colóquense en todas las celebraciones por lo menos dos
candeleros, o también cuatro o seis, especialmente si se trata de una Misa dominical
o festiva de precepto, y, si celebra el Obispo diocesano, siete con sus velas
encendidas… Los candeleros y la cruz adornada con la efigie de Cristo
crucificado pueden llevarse en la procesión de entrada” (IGMR 117).
“Colóquense
en forma apropiada los candeleros que se requieren para cada acción litúrgica,
como manifestación de veneración o de celebración festiva, o sobre el altar o
cerca de él, teniendo en cuenta tanto la estructura del altar, como la del
presbiterio, de tal manera que todo el conjunto se ordene elegantemente y no se
impida a los fieles mirar atentamente y con facilidad lo que se hace o se
coloca sobre el altar” (IGMR 307).
Velas en la
Presentación del Señor
La
primera mención a esta fiesta la hallamos, una vez más, en Jerusalén, en el
siglo IV, por el diario de la peregrina Egeria. De Jerusalén se extendió a todo
Oriente, fijándose el 2 de febrero, a los 40 días del 25 de diciembre.
Quizás
fijándose en Constantinopla, Roma acogió esta fiesta, con la alusión a los
cirios, ya por los siglos VI-VII. En el resto de Occidente tardó más en entrar;
Alcuino de York (+ 804) dice que en su tiempo muchos la ignoraban y en España
no aparece en los calendarios hasta el siglo XI.
En
Roma, los fieles con velas encendidas se reunían en la iglesia de san Adrián
para hacer la statio en Santa María la Mayor. Hacia el siglo IX-X se encuentran
las primeras fórmulas de bendición de las candelas.
Se
quiere conmemorar a Cristo como Luz de las naciones, tal como cantó el anciano
Simeón este día al recibir a Cristo en el Templo.
Los
fieles tienen las velas en sus manos. Cuando llega el sacerdote, se encienden
las velas con un canto apropiado (no se especifica ni de dónde ni cómo se
encienden, por tanto, no es una reproducción el fuego de la Vigilia pascual;
cf. CE 242-243) y el sacerdote lee una monición que explica el sentido de la
fiesta:
“Hace
hoy cuarenta días hemos celebrado, llenos de gozo la fiesta del Nacimiento del
Señor.
Hoy
es el día en que Jesús fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero
sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente.
Impulsados
por el Espíritu Santo, llegaron al templo los santos ancianos Simeón y Ana,
que, iluminados por el Espíritu Santo, conocieron al Señor y lo proclamaron con
alegría. De la misma manera nosotros, congregados en una sola familia por el
Espíritu Santo, vayamos a la casa de Dios, al encuentro de Cristo. Lo
encontraremos y lo conoceremos en la fracción del pan hasta que vuelva
revestido de gloria”.
Entonces
reza la oración de bendición de los cirios:
Oh Dios, fuente y origen de toda luz,
que has mostrado hoy a Cristo, luz de las
naciones,
al justo Simeón:
dígnate santificar con tu + bendición estos
cirios;
acepta los deseos de tu pueblo que,
llevándolos encendidos en las manos,
se ha reunido para cantar tus alabanzas,
y concédenos caminar por la senda del bien,
para que podamos llegar a la luz eterna.
U
otra oración ad libitum:
Oh Dios, luz verdadera, autor y dador de la
luz eterna,
infunde en el corazón de las fieles la luz
que no se extingue,
para que, cuantos son iluminados en tu templo
por la luz de estos cirios,
puedan llegar felizmente al esplendor de tu
gloria.
Se
asperjan con agua bendita, y tras la invitación del sacerdote (“Marchemos en
paz al encuentro del Señor”), comienza la procesión al altar mientras se canta
el Nunc dimittis: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo
Israel”.
Velas en la
Vigilia pascual
La
primera parte de la santa Vigilia pascual es el lucernario. Estando todo a
oscuras, se bendice el fuego nuevo, se realiza la signación del cirio y se
enciende, y comienza una procesión hasta el altar con tres aclamaciones: “Luz
de Cristo – Demos gracias a Dios”. Los fieles tienen las velas apagadas en sus
manos (CE 343).
En
la segunda aclamación, cuando el diácono llega con el cirio a mitad de la
iglesia, tras la aclamación, “todos encienden su vela, comunicándose el fuego
entre sí” (CE 343), “la llama del cirio pascual pasará poco a poco a las velas
que los fieles tienen en sus manos, permaneciendo aún apagadas las lámparas
eléctricas” (Cong., Carta preparación fiestas pascuales, n. 83). La iglesia
brilla iluminada con el resplandor de las velas de todos. Son, pues, velas
reales y no artificiales (o eléctricas) que se comunican el fuego unas a otras
para iluminar la basílica entera.
Con
las velas encendidas en la mano todos escuchan el canto del pregón pascual, y
tras él, “todos apagan sus velas y se sientan” (CE 346).
Tras
la homilía, cuando llegue el rito bautismal, los fieles volverán a encender sus
velas y las tendrán encendidas para la renovación de las promesas bautismales y
la aspersión con el agua bendecida (cf. CE 368), “de esta manera, los gestos y
las palabras que los acompañan recuerdan a los fieles el bautismo que un día
recibieron” (Cong., Carta preparación fiestas pascuales, 89).
Cirios en el
Bautismo
Participando
de la vida nueva de Cristo, el cirio encendido es un signo de participación en
Cristo-Luz para vivir, como dijera el Apóstol, como hijos de la luz.
Tras
el bautismo y la imposición de la vestidura blanca, al neófito se le entrega un
cirio encendido en el cirio pascual, para que sea luz que participe de la Luz y
alumbre a los hombres con sus buenas obras. Cristo, luz verdadera que ilumina a
todo hombre, ha iluminado a este neófito, haciéndolo pasar del dominio de las
tinieblas al reino de su luz verdadera. “El cirio encendido ilumina su vocación
de caminar como conviene a los hijos de la luz” (RICA 33).
Tomando
el cirio pascual el obispo –o el sacerdote- o al menos tocándolo, dice:
“Acercaos, padrinos y madrinas para que entreguéis la luz a los neófitos” (RICA
226). Encendiendo entonces los cirios, se los entregan a los neófitos, y dice
el obispo:
“Habéis sido transformados en luz de Cristo.
Caminad siempre como hijos de le la luz,
a fin de que, perseverando en la fe,
podáis salir con todos los santos al
encuentro del Señor” (RICA 226).
De
igual forma se hace en el bautismo de párvulos, teniendo los cirios los padres
o padrinos. El sacerdote dirá: “Recibid la luz de Cristo”, y tras encenderlos
en el cirio pascual, se les dirá:
“A
vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros
hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz. Y
perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos al encuentro del
Señor” (RBN 131).
Cirios en la
dedicación de iglesias
Lo
último que se hace en el rito de dedicación, es la iluminación festiva del
altar y de la iglesia. Tras la unción y la plegaria de dedicación, la
incensación y el revestimiento del altar, se ilumina todo, siguiendo el esquema
básico del sacramento del Bautismo (Agua, unción, vestición, cirio encendido).
“Cubren
el altar con el mantel y lo adornan, según sea oportuno, con flores; colocan
adecuadamente los candelabros con los cirios requeridos para la celebración de
la misa y también, si es del caso, la cruz”. Además, si antes se ungió en
cuatro o doce lugares los muros de la iglesia, en cada unción hay una vela
apagada todavía.
El
diácono se acerca al obispo, y éste le entrega un pequeño cirio encendido,
diciendo:
Brille en la Iglesia la luz de Cristo
para que todos los hombres lleguen a la
plenitud de la verdad.
Entonces
el diácono va al altar y enciende los cirios para la celebración de la
Eucaristía. Entonces se hace una iluminación festiva: se encienden todos los
cirios, las candelas colocadas donde se han hecho las unciones y todas las
lámparas de la iglesia, en señal de alegría.
Así,
cada unción en los muros recibe el honor de la luz, con un cirio encendido.
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