La liturgia de la Palabra necesita silencio
para adquirir su tono meditativo y acoger las Escrituras con espíritu de fe y
disponibilidad de corazón.
Las
normas de la Iglesia
aconsejan el silencio en la liturgia de la Palabra para que sea fructífera su proclamación:
“La liturgia de la palabra se ha de celebrar
de manera que favorezca la meditación y, por esto, hay que evitar cualquier
forma de apresuramiento que impida el recogimiento. El diálogo entre Dios y los
hombres, con la ayuda del Espíritu Santo, requiere unos breves momentos de
silencio, acomodados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de
Dios sea acogida interiormente y se prepare la respuesta por medio de la
oración.
Pueden guardarse estos momentos de
silencio, por ejemplo, antes de empezar dicha liturgia de la palabra, después
de la primera y segunda lectura y, por último, al terminar la homilía” (OLM
28).
Y
más detalladamente aún, las normas de la IGMR:
"La Liturgia de la Palabra se debe celebrar
de tal manera que favorezca la meditación; por eso hay que evitar en todo caso
cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento. Además conviene
que durante la misma haya breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea
reunida, gracias a los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, se saboree la Palabra de Dios en los
corazones y, por la oración, se prepare la respuesta. Dichos momentos de
silencio pueden observarse oportunamente, por ejemplo, antes de que se inicie
la misma Liturgia de la
Palabra, después de la primera lectura, de la segunda y,
finalmente, una vez terminada la homilía" (IGMR 56).
"Al final el lector dice: Palabra de
Dios, y todos responden: Te alabamos, Señor.
Entonces, según las circunstancias, se
pueden guardar unos momentos de silencio, para que todos mediten brevemente lo
que escucharon" (IGMR 128).
"Es conveniente que se guarde un breve
espacio de silencio después de la homilía" (IGMR 66).
"El sacerdote, de pie en la sede o en el
ambón mismo, o según las circunstancias, en otro lugar idóneo pronuncia la
homilía; terminada ésta se puede guardar unos momentos de silencio" (IGMR
136).
El silencio
durante la liturgia de la
Palabra, y sus pausas concretas, favorecen la acogida de la
revelación divina y ayuda a su asimilación meditativa. Este silencio es un modo
concreto y real de participar: "El pueblo hace suya esta palabra divina
por el silencio y por los cantos" (IGMR 55).
Benedicto
XVI lo recomendaba, explicando su sentido y valor:
“Se trata de un punto
particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra
época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se
siente miedo a apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de
imágenes que marcan y llenan las jornadas… Este principio –que sin silencio no
se oye, no se escucha, no se recibe una palabra- es válido sobre todo para la
oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una
escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y
acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de S. Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt –
“Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen” (cf. Serm.
288,5)” (Aud. General, 7-marzo-2012).
Un silencio de
meditación, naturalmente breve para no desfigurar la naturaleza comunitaria de
la liturgia y el ritmo mismo de la celebración es el silencio después de la
lectura o después de la homilía. Aquí se medita lo escuchado, pasándolo al
corazón y a la memoria, de manera que asimilemos cuanto la Palabra de Dios ha
proclamado y se convierta en algo nuestro, se encarne en nuestro existir. En
silencio ha de ser escuchada esta divina Palabra que desde los cielos sigue
proclamando el Padre por su Hijo.
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