Las
virtudes cristianas rigen y orientan la vida y el comportamiento para vivir,
sentir y actuar según Cristo, viviendo en Él y transformándonos en Él por pura
gracia, además de nuestro esfuerzo y combate, y adquiriendo las virtudes
mediante actos repetidos hasta que formen parte de nuestro ser.
Son estas virtudes cristianas las
que van desarrollando lo humano más verdadero, constituyéndonos en personas por
encima de nuestras malas tendencias, vicios y pasiones. Así el cristiano en
medio del mundo tiene un estilo en su vivir y comportarse, muy distinto a la
mentalidad mundana. Entre estas virtudes que le van caracterizando se
encuentran dos grupos de virtudes: la discreción y la sencillez.
1. La discreción es la virtud propia de una persona equilibrada que
respeta profundamente la dignidad de las otras personas.
Una persona discreta,
en primer lugar, sabe guardar y no publicar lo que otras personas le comenten,
o el problema que le consulten. Jamás se le va la lengua, sino que sabe guardar
y callar en silencio; odia chismorrear o comentar lo ajeno. Prefiere callar por
respeto a la persona que le ha confiado algo. ¿Quién se fiará de la persona que
revela un secreto? ¿Quién se fiará de la persona que no sabe callar y todo lo
va contando a todo el mundo? No avientes
a cualquier viento, ni vayas por cualquier senda, (así hace el pecador de
lengua doble) (Eclo
5,9).
La discreción es, además, un saber
estar y saber comportarse y, por tanto, guardar y reprimir la curiosidad,
porque la curiosidad lo preguntará todo –aunque no haya maldad- porque querrá
saber lo que ocurre y lo que ha dejado de ocurrir, lo que se hizo y se dejó de
hacer, lo que dijo uno y otro, etc., etc.
Esta curiosidad no ceja hasta haber
preguntado y enterado de todo. Sin embargo, la discreción propia de la virtud
cristiana, ni pregunta ni se entromete; sabe acallar la curiosidad, deja que
las cosas transcurran sin llevar un control exhaustivo de lo que no le atañe.
La persona discreta sabe estar, callar, guardar las formas y la cortesía, sin
preguntar ni entrometerse, y sigue el consejo sabio de S. Juan de la Cruz: “Nunca oiga flaquezas
ajenas, y si alguna se quejare a ella de otra, podríale decir con humildad no
le diga nada” (S. Juan
de la Cruz, A,
2, 61).
Así resulta que sólo da su opinión cuando se la
piden, sin estar definiendo en cada momento lo que hay que hacer,
entrometiéndose. Ni pregunta lo que no debe ni opina a no ser que le requieran
su parecer.
¡Qué distinto del mundo! Los que son del mundo, tienen mentalidad
mundana, nada callan, todo lo hablan, todo lo preguntan, opinan de todo y a
todos: “sé pronto en escuchar y tarde en
responder” (Eclo
5,11). “Por lo que
no te incumbe, no discutas” (Eclo 11,9). “No repitas nunca lo que se dice, y en nada sufrirás menoscabo” (Eclo 19,7) y
también, con ironía, dice la
Escritura: “¿Has oído
algo? ¡Quede muerto en ti! ¡Ánimo, no reventarás!” (Eclo 19,10).
Con la Gracia
de Dios y luchando contra la propia concupiscencia, se puede adquirir esta
discreción.
La discreción va muy unida a la
educación que permite y facilita la convivencia agradable y cordial con todos,
un trato correcto donde nadie se siente molesto. Así la discreción moderará el
tono de voz para no hablar precipitadamente y a gritos, sino con suavidad; no
entablará discusiones, no querrá imponerse ni destacar ni llamar la atención en
una reunión. Es un rasgo muy poco apreciado hoy, y sin embargo, muy necesario.
La discreción, a la vez, es virtud
relacionada con la caridad, con el amor, con el hacer el bien. Se practica el
bien, se hace limosna, se cuida a los enfermos, se visita a los que están
solos, se aportan los bienes a la parroquia en colectas y cuotas, pero todo “sin tocar la trompeta”, sin que nadie
lo sepa, sin hacerlo de modo visible para que se vea bien, ni implicando u
obligando a otros.
El amor es discreto, se entrega y se da, y no desea nada, ni
aplausos, ni reconocimientos. Es el amor exquisito, delicado, con finura y
saber hacer. Así es como describe San Pablo la caridad: “es paciente, servicial, no es maleducada, no busca su interés, no se
irrita” (1Co 13).
Los consejos y mandatos de Cristo son claros al respecto: “cuidad de no practicar vuestra justicia delante
de los hombres para ser vistos por ellos... no vayas tocando la trompeta por
delante...” (Mt
6,1-2). Es la discreción en hacer el bien, que nadie lo
vea ni lo aplauda, ni se sepa ni se dé a conocer.
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