Cuanto
más se ahonda en la santidad, en la teología de la santidad, y cuanto más se
conocen las vidas concretas de los santos, se llega a una conclusión llena de
estupor y admiración: la santidad es el milagro verdadero, el santo es un
milagro en sí mismo. Más que los milagros que realizaron algunos en su vida
terrena y de los milagros que obran ahora, ya glorificados, el verdadero
milagro es el santo en sí mismo.
¿Cómo
es posible que fueran santos? ¿Cómo es posible que en el barro y estiércol del
mundo florecieran estas flores de delicado olor y vistoso colorido? ¿Cómo es
posible que en medio de tempestades, persecuciones, clima antirreligioso,
surgieran santos? ¿Cómo es posible que reinando el pecado y la muerte se
alzasen en santidad llevados por la gracia? ¡Eso sí fue un milagro! Ése sigue
siendo el gran milagro: que brote santidad en los terrenos más adversos y
abruptos, que surjan santos en las épocas y momentos de mayor secularización y
apostasía general. Cada santo es un auténtico milagro de Dios.
El
santo no se da importancia a sí mismo. Vive en el abandono confiado en Dios.
“El milagro, adonde mirar fijamente, no sería otro que la santidad: la santidad
del hombre que se da tan poca importancia en Dios, que para él sólo cuenta
Dios. Quien sea o qué es él, no se le da” (Balthasar, El cristianismo es un don, Madrid 1973, 148).
Con
los santos, Dios nos da nuevas claves de comprensión de su Palabra. Cada santo
es una exégesis viva, un comentario y explicación de su Palabra, y esto es así
porque cada santo encarna en su vida un pasaje de la Escritura o un versículo,
convirtiéndose en una explicación de la Palabra, en una clave de
interpretación. Son, en sentido general, palabras nuevas que Dios pronuncia a
su Iglesia en cada etapa de la historia. Son actualizaciones vivas de la
Palabra de Dios que nos descubren nuevos sentidos y abren nuevos caminos para
recorrer. “Los grandes expertos fueron los santos. Por eso, la historia de la
Iglesia es ante todo una historia de los santos. De los conocidos y de los
desconocidos. Ellos, que lo jugaron todo a una carta y con su osadía se
convirtieron en nítidos espejos, reflejan la luz, en rico espectro, sobre
nuestras oscuridades. Ellos constituyen la magna historia exegética del
Evangelio, más auténtica y de una mayor virtud demostrativa que todas las demás
hermenéuticas” (Id., 110).
Al
mirar la historia de la Iglesia, ¡cuántos milagros vemos! Humanamente sería
imposible tener una historia así, tan rica, sino por la gracia que realizó
milagros de santidad. La historia de la Iglesia es historia de santidad, es la
historia de sus santos.
Al
mismo tiempo, viendo las vidas de los santos, recibimos las mejores exégesis de
la Palabra de Dios, los mejores Evangelios vividos y encarnados, asumidos por
completo, tomados como norma absoluta de vida.
La
hagiografía –las vidas de los santos- se convierte en un descubrimiento
precioso si uno se aficiona a ella, porque ve el dedo de Dios trazando sus
designios, la mano de Dios conduciendo a su Iglesia y hablándole
constantemente.
Es
bueno recuperar la hagiografía y leer muchas vidas de santos (bien escritas y
con rigor histórico). ““El viento sopla donde quiere”, dice Jesús en el famoso
coloquio con Nicodemo (Jn 3,8); no podemos pues trazar normas doctrinales y
prácticas exclusivas sobre las intervenciones del Espíritu en la vida de los
hombres; Él puede manifestarse en las formas más libres e inesperadas; Él “se
recrea en el orbe de la tierra” (Prov 8,31); la hagiografía nos narra muchas
aventuras curiosas y estupendas de la santidad; todo maestro de almas sabe algo
de ello” (Pablo VI, Audiencia general, 17-mayo-1972).
Leyendo
las vidas de los santos, sin duda, quedaremos sorprendidos por los milagros que
Dios obra regalándonos los santos y con ellos, conociendo sus vidas,
recibiremos nuevas luces y comprensión de la Palabra de Dios que ellos han
encarnado de forma eximia.
Pues
sí: la santidad es posible y es real; Dios la suscita cuando menos se espera,
donde menos se podría esperar, donde aparentemente a los ojos de todos, poco
habría que esperar. Y cada santo es un milagro que Dios nos regala a la
Iglesia.
¡Magnífico don Javier, como sus espléndidas fotos!
ResponderEliminarAbrazos fraternos.