La profesión de fe afirma con
claridad: “creo en un solo Dios”. En las Escrituras se repite una y otra vez
que Dios es uno, que sólo Dios es Dios y los demás son ídolos, dioses falsos
creados o imaginados por los hombres. La idolatría era un pecado abominable a
los ojos de Israel. Habían experimentado que Dios es uno, grande y misericordioso,
que se había elegido un pueblo -–srael- y se había dado a conocer revelándose a
Abraham liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto y entregando su Ley
santa a Moisés. “Yo soy el Señor y no hay otro” (Is 45). “Al Señor tu Dios
adorarás, y a Él solo darás culto”.
Los otros pueblos circundantes y todas las
religiones tienen sus pequeños dioses que son una proyección del hombre y sus
necesidades, pero que además son manipulables y no exigen la entrega fiducial
del hombre. Un ídolo es algo creado a la medida del hombre, de sus miedos y
temores, que le dan seguridad. El becerro de oro es paradigmático: a Dios no lo
ven, Dios es mayor que su inteligencia, les pide entrega absoluta, fidelidad y
obediencia; pero un ídolo en principio es más atractivo, más concreto, más
tangible, da seguridad pero no parece que pida nada a cambio –sin embargo, va,
lentamente, esclavizando-. El hombre prefiere la multitud de ídolos que lo
hacen esclavo antes que el riesgo de la libertad y la fe confiada en Dios.
“El Señor es uno” recitaba la profesión de fe de Israel,
que forma que sólo Dios es Dios, el único Absoluto, y todo lo demás no puede
ser absolutizado ni competir con Él: ni el poder ni el Estado ni el positivismo
jurídico (las leyes crean lo que es moral y ético) ni ningún tipo de
nacionalismo excluyente y totalitario; ni tampoco el dinero ni los bienes ni
sistema económico alguno; ni la exaltación del eros, del instinto, de la
emotividad, del subjetivismo ególatra. Cuando se absolutiza lo que es relativo,
el hombre ha perdido su libertad, y eso es el paganismo y la construcción de un
mundo lleno de ídolos donde Dios queda excluido, y que se vuelve contra el
hombre.
“Ciertamente no han desaparecido los poderes
en los que se encarnaban, ni la tentación a absolutizarlos. Ambas cosas
pertenecen a la situación humana fundamental y expresan la continua “verdad”,
por así decirlo, del politeísmo: la absolutización del poder, del pan y del
eros nos amenaza a nosotros tanto como a los antiguos. Pero aun cuando los dioses
de entonces siguen siendo todavía hoy “poderes” que quieren atribuirse lo
absoluto, han perdido ya irremisiblemente su máscara de divinos y aparecen
ahora en su pura profanidad. Ahí estriba la diferencia esencial entre el
paganismo precristiano y el postcristiano que está marcado por la fuerza
histórica de la negación cristiana de otros dioses” (Ratzinger, J.,
Introducción al cristianismo, Salamanca 1987 (6ª), p. 87).
La idolatría acecha al hombre. Las tentaciones de Jesús
en el desierto resumen toda tentación del hombre: el pan, el poder, la gloria,
a costa de lo que sea. Pero nada ni nadie se pueden equiparar a Dios: ni
siquiera los ídolos modernos: las ideologías que prometen un paraíso sólo
terrenal, la ciencia, la medicina, la técnica, el progreso, la razón ilustrada,
el materialismo del consumo, la diversión como evasión de la realidad. Las
realidades creadas no son Dios; nada creado es absoluto que podamos adorar, ni
ninguna persona es Dios a quien debamos idolatrar como perfecto o maravilloso.
Sólo Dios es Dios.
“La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (CAT 2097).
La idolatría no es cosa del pasado, ya que hoy nuevas
formas de idolatría, con rostro seductor y envoltura atractiva, además de las
idolatrías siempre constantes de los afectos desordenados del corazón (que se
ata a una persona y la diviniza).
El Catecismo siempre preciso señala la amplitud que tiene
la idolatría para el hombre contemporáneo:
“La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6,24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a la “Bestia” (cf. Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina” (CAT 2113).
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