Una mala teología, de influencia
protestante liberal, insiste y repite que Cristo abolió lo sagrado y ya no hay
diferencia ni distancia entre lo sagrado y lo profano. Por eso la liturgia
cristiana debería despojarse de sacralidad, solemnidad y belleza, y se profana,
simplista, convencional, más parecida a una reunión de amigos y colegas, sin un
lenguaje litúrgico sino tomando las expresiones coloquiales de la vida
cotidiana, los gestos de lo cotidiano, y cuanta menos diferencia exista, mejor.
¿Responde
esto a la verdad de la fe? ¿La sacralidad de la liturgia es un invento humano y
ya fue abolida por Jesucristo? ¿Lo sagrado de la liturgia es una barrera, un
impedimento, un obstáculo? ¿Cuánto menos sagrada sea la liturgia y más informal
y populista, es más fiel al deseo e intención de Cristo?
Aporta
mucha luz a esta cuestión la palabra de Benedicto XVI:
Cristo “no ha abolido lo sagrado,
sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es
plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el
tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en
la Jerusalén
celestial, donde ya no habrá ningún templo. Gracias a Cristo, la sacralidad es
más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más
exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación
del corazón y la implicación de la vida” (Hom. en el Corpus Christi,
7-junio-2012).
Esa
plenitud del culto que el hombre puede tributar a Dios, llamada liturgia
cristiana, posee una observancia ritual, unas normas y un modo de celebrar la
liturgia, que, a un tiempo, es espiritual, orante, y que transforma la
existencia cristiana, incide en la vida. La sacralidad de la liturgia está
llena de genuina espiritualidad, santificando al hombre y convirtiendo su vivir
diario en un culto en Espíritu y verdad (cf. Jn 4,23).
Son
muchos los elementos que convergen en la sacralidad de la liturgia: el
seguimiento exacto (y no arbitrario) de las normas litúrgicas; el ambiente y el
modo de celebrar con unción y recogimiento; la música sagrada, litúrgica, sin
introducir ritmos profanos o instrumentos ruidosos más propios de una sala de
fiestas o un concierto pop; el material y diseño de los elementos litúrgicos
(vasos sagrados, altar, sede y ambón, el incensario y los candelabros, las
vestiduras litúrgicas…); la sabia combinación de lecturas bíblicas, oraciones y
silencio; los gestos litúrgicos (santiguarse, arrodillarse, hacer la genuflexión,
imponer las manos, inclinarse…).
Todos
estos elementos y realidades de la liturgia dan forma a la sacralidad y logran
que la liturgia sea solemne y hermosa, sin los visos de lo trivial, o de la
dejadez, o de lo vulgar, o de lo anodino, o de lo informal y descuidado, o de
lo chabacano. La solemnidad en la liturgia favorece la vivencia interior, ayuda
a orar espiritualmente, sitúa ante el Misterio de Dios en Jesucristo: “No es
ciertamente triunfalismo la solemnidad del culto con el que la Iglesia expresa la belleza
de Dios, la alegría de la fe, la victoria de la verdad y la luz sobre el error
y las tinieblas. La riqueza litúrgica no es propiedad de una casta sacerdotal;
es riqueza de todos, también de los pobres, que la desean de veras y a quienes
no escandaliza en absoluto” (Ratzinger, J., Informe
sobre la fe, Madrid 1985, 143-144).
La
belleza de la liturgia está al servicio del Misterio. No es emoción ni
exaltación de los sentimientos y la emotividad (como los aplausos o las
intervenciones espontáneas…); es serenidad pacífica del alma, invitación a la
trascendencia y alabanza a Dios. Existen modos de hablar, de predicar, de
moverse en el altar, que son informales, descuidados; existen cantos que buscan
el ritmo casi frenético que aturde; se dan estilos de celebrar que en vez de
elevar a Dios, abajan más, distraen, entretienen, porque carecen de belleza, de
hermosura, de verdad y de solemnidad.
Por
el contrario, la solemnidad y la belleza son notas inherentes y propias de la
liturgia, acompasadas con la dignidad y la devoción-recogimiento: “Las
liturgias de la tierra, ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único
de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad.
En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente cuidada,
elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita.
Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la
liturgia, que se celebran en la
Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la
tierra. Que nuestras celebraciones, sin embargo, se le parezcan lo más posible
y la hagan presentir” (Benedicto XVI, Hom. en Vísperas, Notre-Dame (París),
12-septiembre-2008).
La
sacralidad de la liturgia, con su solemnidad y belleza, intenta plasmar la
liturgia del cielo, elevándonos. Pensemos en las hermosas descripciones del
libro del Apocalipsis sobre la liturgia celestial ante el trono de Dios y del
Cordero (4,10; 5,9; 11,16-17; 19,4); se postran, adoran, cantan himnos, el
incienso como oración, las túnicas blancas, etc. Esa es la realidad que quiere
copiar, lo más perfectamente posible, la liturgia terrena de la Iglesia peregrina.
Cultivar
hoy la sacralidad de la liturgia, potenciar su solemnidad, realizarla
bellamente, es lo más pastoral y creativo que podemos y debemos hacer.
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