No
estamos solos celebrando la Misa,
como si fuéramos un grupo, o una asociación en una reunión. En cada Eucaristía
está el Cristo total, Cabeza y miembros, que diría S. Agustín, el cielo se une
a la tierra en la liturgia, y “la liturgia es el cielo en la tierra” (Carta
Orientale Lumen, 9).
Estas verdades nos llenarán del santo temor de Dios y
reverencia pues estamos ante el Santo de los Santos, anticipando el futuro
pleno y, al mismo tiempo, en verdadera y plena Comunión de los Santos, con la
creación, la Virgen María,
los ángeles y los santos. Primero, el texto pontificio de la encíclica Ecclesia de Eucharistia:
La Eucaristía es tensión
hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo; en
cierto sentido, anticipación del Paraíso y “prenda de la gloria futura”. En la Eucaristía, todo
expresa la confiada espera: “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo”. Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para
recibir la vida eterna: la posee ya
en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al
hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal
al fin del mundo: El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Jn
6,54). Esta garantía de la
resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada
como comida, es su cuerpo en estado
glorioso del Resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el
“secreto” de la resurrección. Por eso San Ignacio de Antioquía definía con
acierto el Pan eucarístico “fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte”
(Ef 20) (EE 18).
La
tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa
y consolida la comunión con la
Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas
celestiales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos
apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece
ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial,
asociándonos con la multitud inmensa que grita: la salvación es de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del
Cordero (Ap 7,10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo
que se abre en la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que
penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino
(EE 19).
Una
consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da un impulso a nuestro camino histórico,
poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de
cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada
en un cielo nuevo y una tierra nueva (Ap 21,1), eso no debilita,
sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la
tierra presente [...] Muchos son los problemas de nuestro tiempo [...] En este mundo es donde tiene que brillar la
esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con
nosotros en la Eucaristía,
grabando en esta presencia sacrificial y convivial la promesa de una humanidad
renovada por su amor [...] Anunciar la muerte del Señor hasta que venga (1Co 11,26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida,
para que toda ella llegue a ser en cierto modo “eucarística”. Precisamente este
fruto de transfiguración de la
existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio,
hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de
toda la vida cristiana: ¡Ven, Señor Jesús!
(Ap 22,20) (EE, 20).
Tres aspectos diferentes presenta lo
escatológico de la
Eucaristía que iluminan este recorrido eucarístico que iremos desglosando: la Eucaristía es alimento de eternidad, es comunión de los santos y lo escatológico cambia lo histórico, es decir, este mundo y esta historia.
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