Comulgamos
al mismo Cristo Resucitado que es prenda de eternidad, según las promesas de
Cristo en el discurso del pan de vida (Jn 6). Recibimos al Resucitado para
tener vida eterna y, llegada la resurrección de los muertos, nuestra propia
resurrección corporal.
Hablar de Eucaristía es hablar de vida y de
resurrección, pero también de ese alimento de inmortalidad para nuestra propia
resurrección corporal como confesamos en el Credo: “creo en la resurrección de
la carne”. Cada Eucaristía nutre y
prepara nuestra propia Pascua personal (tan bien expresada en el actual ritual
de exequias).
El prefacio II de la Santísima Eucaristía
apunta hacia este sentido escatológico:
Nos reunimos en torno a la mesa
de este sacramento admirable,
para que la abundancia de tu
gracia
nos lleve a poseer la vida
celestial.
Con rotundidad, el prefacio III de la Stma. Eucaristía
canta la gloria de la Eucaristía
como VIÁTICO y PRENDA de resurrección:
Has querido que tu Hijo...
nos precediera en el camino del
retorno a ti,
término de toda esperanza humana.
En la Eucaristía, testamento
de su amor,
Él se hace comida y bebida
espiritual,
para alimentarnos en nuestro
viaje
hacia la Pascua eterna.
Con esta prenda de la
resurrección futura,
en la esperanza participamos ya
de la mesa gloriosa de tu reino.
La fe de la Iglesia incluye -¡hay que
dejarlo claro!- en la resurrección corporal como centro de nuestra fe y
participación del estado glorioso de Cristo Resucitado:
El término “carne” designa al
hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La resurrección de la
“carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma
inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” volverán a tener vida
(CAT 990).
Creer
en la resurrección ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe
cristiana (CAT 991).
En este misterio –vivos con Cristo para Dios- se nutre y será realizada por la Eucaristía:
Este
“cómo ocurrirá la resurrección” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro
entendimiento: no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un
anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo (CAT 1000).
La celebración dominical, que es
Pascua semanal, apunta también en esta dirección; cada domingo celebramos la Resurrección del Señor y, por tanto, crece nuestra propia esperanza:
En
la perspectiva del camino de la
Iglesia en el tiempo, la referencia a la resurrección de
Cristo y el ritmo semanal de esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la dimensión escatológica
del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia
el último “día del Señor”, el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera
de la venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia y se hace visible
en cada celebración eucarística (Dies Domini,
37).
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