martes, 1 de mayo de 2018

Lo que corresponde a una Iglesia santa (Palabras sobre la santidad - LIII)

Amorosísima para su Esposo, y fiel a Él, la Iglesia es santa para corresponder a la dignidad de su Señor, Jesucristo. Él la ha hecho santa para desposarla consigo. La ha enriquecido de dones, gracias, virtudes, carismas, ministerios; la ha embellecido y rejuvenecido constantemente con su Espíritu Santo. ¡Ella es santa por la santidad que le confiere Cristo!

Todo en la Iglesia debe estar al servicio de la santidad y todo está en función de la santidad: una santidad que es esponsal, una santidad que le viene dada por la plenitud del Espíritu Santo. Es santa en sí misma por obra del Señor.

Así lo confesamos, alegres, llenos de gozo, en el Credo: "Creo en la Iglesia que es santa..."

"Durante nuestra vida esta revelación es todavía incompleta; tiene lugar “per speculum, in aenigmate”, como por reflejo, bajo un velo arcano (1Co 13,12); el aspecto divino en la santidad es sólo y escasamente patente, aunque no sea del todo escondido para nosotros, y para un ojo limpio se manifiesta ya de tal manera que llena a toda la Iglesia de su espléndido adorno y constituye una de sus “notas” distintivas y características, precisamente la de la santidad de la Iglesia; nota, que frecuentemente no descubre la observación profana y que niega el juicio fenoménico sobre la humanidad de la Iglesia a causa de los defectos y pecados, que, por culpa del elemento humano de que ella está compuesta, la esconden y la deforman. Pero no hasta el punto de que tal nota de santidad pase inadvertida para la honesta observación de los hombres de este mundo" (Pablo VI, Homilía en la beatificación de 24 mártires de Corea, 6-octubre-1968).

A la vez, y como contraste, sabemos y vemos los pecados, los fallos y las debilidades de la Iglesia: es éste su rostro humano, el que formamos cada uno de nosotros, pecadores, y por tanto, nosotros los que ensuciamos su limpia hermosura, los que ajamos su rostro con el surco y arrugas de pecados, ambiciones, apatía, mediocridad, tibieza.


"Para nosotros, hijos de la luz (Jn 12,36), el descubrimiento de la santidad de la Iglesia, como sacramento e instrumento de la salvación (LG 48), y el descubrimiento de la santidad en la Iglesia, esto es, en sus hijos llenos de gracia y de virtud, deberían estar siempre presentes al espíritu, como una realidad edificante y consoladora, con más frecuencia de lo que acontece ordinariamente. Precisamente para llamarnos la atención sobre esta realidad la Iglesia misma nos muestra hermanos singularísimos, en los cuales la transparencia de la santidad es tan manifiesta que nos obliga a alabar a Dios en los “elegidos, como dice San Pablo, que él ha predestinado para que reproduzca la imagen de su Hijo... que Él ha llamado, y una vez llamados, los ha justificado, y justificados, los ha glorificado” (cf. Rm 8,29-30)" (Pablo VI, Homilía en la beatificación de 24 mártires de Corea, 6-octubre-1968).

Aún así, a pesar de los pecados de los hijos de la Iglesia, hemos de dar gracias una y otra vez, constantemente, sin cansarnos, por la santidad de nuestra Madre Iglesia, por su Belleza, por su gracia.

No debemos desilusionarnos ni cansarnos por esos defectos, limitaciones, debilidades y pecados que observamos en la Iglesia, formada por hombres y hombres pecadores: ése es su aspecto humano, concreto y terreno, que no anula ni niega ni destruye su naturaleza divina, eterna y santa:

                "Hemos pasado revista, en algunas audiencias anteriores, a los nombres gloriosos que califican a la Iglesia: reino de Dios y ciudad de Dios, casa de Dios, rey y redil de Cristo, Esposa de Cristo, etc...; también hemos tocado algunos de los aspectos con que se presenta la actividad de la Iglesia: Iglesia orante, Iglesia misionera e Iglesia militante, Iglesia pobre y doliente... Ahora os diremos que existe otro aspecto de la iglesia en este mundo, el de la Iglesia humilde; el de la Iglesia, que conoce sus limitaciones humanas, sus fallos, su necesidad de la misericordia de Dios y del perdón de los hombres. Sí, existe también una Iglesia penitente, que predica y practica la penitencia; que no oculta sus faltas, sino que las llora; que se confunde gustosamente con la Humanidad pecadora para sacar del sentido de la miseria común un dolor más vivo por el pecado, una invocación más ardiente de la piedad divina, y una confianza más humilde en la esperada salvación. Iglesia humilde no solamente en las filas del pueblo fiel, sino también, y sobre todo, en los grados más elevados de la jerarquía, que en la conciencia y en el ejercicio de su poder, engendrador y moderador del pueblo de Dios, sabe que los tiene que emplear para la edificación y el servicio de las almas, y esto hasta el primer grado, hasta el de Pedro, que se define a sí mismo “Siervo de los siervos de Dios”, y que siente, más que ninguno, la desproporción entre la misión recibida de Dios y su propia debilidad e indignidad, recordando siempre la exclamación del pescador: “Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador” (Lc 5,8). Aquí se nos presenta un hecho singular y magnífico, el de la representación de Cristo en ella, incluso cuando los hombres de la Iglesia son personalmente deficientes. La Iglesia de Pedro goza de una asistencia de Cristo y de una presencia del Espíritu Santo, que no permiten la prevalencia de las fuerzas del mal (cf. Mt 16,18), y toda la Iglesia no deja de ser el objeto del amor de Cristo incluso en los momentos más graves de su fragilidad humana, y de poseer en el ejercicio de sus funciones pastorales una santidad instrumental, siempre capaz de engendrar santidad y salvación “para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,12).

                Esta observación, que nos llevaría al delicado estudio de la acción del Señor en su Iglesia, nos autoriza a haceros, queridos hijos, una doble  recomendación. Procurad conocer bien a la Iglesia, conocerla mejor; he ahí la primera recomendación. No os contentéis con impresiones superficiales, no juzguéis a la Iglesia solamente por el rostro humano y por su aspecto exterior; conoced su variedad, su riqueza, la profundidad de sus múltiples aspectos, el misterio humano-divino de su ser interior, la santidad y la necesidad de su misión salvadora.
  
              Y, en segundo lugar, que los defectos, que los males de la Iglesia, si por desgracia los encontráis, que no apaguen, sino que enciendan más vuestro amor por ella. Repetiremos las palabras de Cristo: “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6), y brinde a la Iglesia fidelidad, testimonio, servicios tanto mayores cuanto más grandes sean las necesidades que ella manifieste" (Pablo VI, Audiencia general, 10-agosto-1966).
 
¿Qué haremos, pues? ¿Nos situaremos como críticos implacables de la Iglesia?
¿Tal vez nos situaremos como profetas de calamidades, siempre quejosos de la Iglesia?
¿Acaso adoptaremos la actitud refinada de cruzarnos de brazo y eximirnos de su santidad así como de sus pecados, con frío e intelectual orgullo?

La única y mejor respuesta, la que viene de Dios, será la de vivir santamente para, con nuestra santidad personal, entregada, renovar y acrecentar, embellecer y engalanar, el rostro santo de la Iglesia-Esposa de Cristo.

Lo que corresponde a una Iglesia santa es el deseo y la entrega de santidad de todos y cada uno de sus hijos sin exclusión. Un amplio discurso de Pablo VI ilumina la postura correcta para los hijos de la Iglesia, para los miembros pecadores de este Cuerpo santo:
                "Hemos exhortado a nuestros visitantes, como a todos los creyentes, a amar a la Iglesia. Surge, pues, espontánea una pregunta, ¿por qué? ¿Qué títulos tiene la Iglesia para nuestro amor? Creemos que esta pregunta surge en el alma de quien asiste a una audiencia como ésta, no sólo como curioso espectador, sino como fiel devoto y ansioso de comprender mejor las razones de su profesión católica, y también creemos que un río de respuestas brota ante esta pregunta, susceptibles de una amplia y profunda meditación. ¿Por qué debemos amar a la Iglesia? La pregunta se plantea con relación a otra, en extremo sencilla y difícil al mismo tiempo, ¿qué es la Iglesia? ¿Qué es la Iglesia para que nosotros la tengamos que amar?, y entonces los diversos aspectos, que podemos descubrir en el rostro de la Iglesia, es decir, su esencia y su misión, su origen y su historia, los nombres con los que se la ha designado, se nos presentan como títulos que requieren nuestro devoto afecto a la Iglesia, ¿no es la Iglesia el objeto del amor de Cristo, su mística Esposa? Si Cristo tanto la amó, hasta dar la vida por ella, hasta hacerla la meta terrena e histórica de su obra, ¿no tendremos nosotros que amarla con un amor semejante? ¿No es la Iglesia nuestra madre, en el orden de la gracia; nuestra maestra en el orden de la fe?, ¿no es el arca de nuestra salvación?, ¿no es la familia de Dios, conde la comunidad cristiana, toda la Humanidad en vías de redención, se encuentra reunida por la caridad y para la caridad?, etc...

                Quisiéramos fijar vuestra atención, esta vez, en uno de los más luminosos motivos, que exigen nuestro amor a la Iglesia: es santa; la debemos amar porque es santa; porque la Iglesia es santa.

                ¿Quién le ha dado este título? No se encuentra textualmente en la Sagrada Escritura, pero se deduce de allí (cf. Ef 5,33). Lo cual quiere decir que la Iglesia misma se lo ha reconocido. El sentido de la santidad es de las primeras  deducciones  que la Iglesia sacó de la conciencia de su ser y de su vocación; de esta forma el calificativo de “Santa”, atribuido a la Iglesia, es habitual desde los primeros padres apostólicos (cf. S. Ignacio ad Tral.), entrando rápidamente a formar parte de los símbolos y profesiones bautismales de la fe y quedando posteriormente como adjetivo protocolario y acostumbrado para designar una de las propiedades intrínsecas y una de las notas exteriormente visibles de la Iglesia, su santidad.

                ¿Y qué significa la santidad? No podemos ahora detenernos en este concepto complejo y vasto como el mar; nos es suficiente señalar la parentela que tiene con la religión. Dice bien Santo Tomás que la santidad es esencialmente la misma cosa que la religión, salvo que ésta se refiere al culto de Dios, mientras que la santidad, en sentido general, consiste en la ordenación de todo acto virtuoso hacia Dios (II-II, 81,8, ad l); la podemos, por tanto, considerar como la más alta perfección moral y espiritual del hombre bajo el influjo de la religión. Esto quiere decir que la santidad tiene su más plena y original expresión en Dios y por Dios, santo por esencia y primera fuente de toda santidad. La Iglesia, por tanto, es santa en cuanto se refiere a Dios, por medio y en virtud de Cristo, que la concibió y fundó santa, la hizo santa y la va haciendo siempre con el influjo del Espíritu Santo, con los sacramentos y toda la economía de  la gracia, la hace santa para la custodia y difusión de su palabra, para la distribución de sus carismas, para el ejercicio de sus poderes, para la capacidad de engendrar y formar almas vivientes en comunión con Dios. La Iglesia es santa como institución divina, como maestra de verdades divinas, como instrumento de poderes divinos, como sociedad compuesta de miembros unidos en virtud de principios divinos. “En la medida en que es de Dios, la Iglesia absolutamente santa” (cf. San Agustín contra litteras petiliani; Congar, Angelicum, 1965, 3, pág. 279).

                Deberíamos ser capaces de contemplar este rostro esplendoroso de la Iglesia, su visión idealmente santa y perfecta, esta Jerusalén celestial anclada en la tierra (Ap 21,2), esta “ciudad edificada sobre la montaña” (Mt 5,14), esta santa Iglesia de Dios, Humanidad regenerada para formar el Cuerpo místico de Cristo. Su hermosura nos llena de maravilla y de amor. Sí, de amor, porque esta Iglesia es el pensamiento de Dios realizado en la Humanidad, el instrumento y el término de nuestra salvación. Imposible no amar a la Iglesia, si se la contempla en su santidad.

                En este punto hacemos notar una objeción muy acostumbrada: ¿Pero esta Iglesia santa y luminosa es ideal o real?, ¿es un sueño, una utopía, o existe verdaderamente? La Iglesia que nosotros conocemos y que somos, ¿no está llena de imperfecciones y deformidades? La Iglesia histórica y terrena, ¿no está compuesta de hombres débiles, falaces y pecadores? Más aún, ¿no es precisamente la contradicción manifiesta entre la santidad, que la Iglesia predica y que debería ser suya, y su condición efectiva, lo que despierta ironía, antipatía y escándalo para con la Iglesia? Sí, sí, los hombres que componen la Iglesia están hechos de la arcilla de Adán, y pueden ser, y con frecuencia son, pecadores. La Iglesia es santa en sus estructuras y puede ser santa en los miembros en que se realiza; es santa en búsqueda de santidad; es santa y penitente a la vez, es santa en sí misma, pecadora en los hombres que a ella pertenecen. Este hecho de la debilidad moral en tantos hombres de la Iglesia es una terrible y desconcertante realidad; no debemos olvidarlo. Pero no altera la otra realidad, existente en el designio de Dios y en parte ya conseguida por los elegidos, la de la magnífica santidad de la Iglesia, y en lugar de producir escándalo y desdén  debería producir un amor mayor, ese que tenemos con las personas queridas, cuando están enfermas; un amor que se expresa así: para la que Iglesia sea santa nosotros debemos ser santos, es decir, verdaderamente sus hijos dignos, fuertes y fieles" (Pablo VI, Audiencia general, 20-octubre-1965).

No hay más que un camino posible: emprender la vida de santidad, la "opción" por la santidad.

No hay más que un medio, y no es el de la crítica amarga y resentida, ni el llanto constante ante todo, ni el autoproclamarse "profeta" que ataca a la Iglesia desde su ideología teologizante.

El único camino es la santidad personal. Lo que corresponde a una Iglesia santa son miembros santos, hijos santos. Por eso los santos siempre serán "los mejores hijos de la Iglesia" como canta la liturgia (Prefacio Solemnidad de Todos los santos).

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