jueves, 17 de mayo de 2018

La vida eucarística - V



            La Eucaristía nos permite disfrutar del mismo Señor, ¡dulzura inefable!, ¡delicadeza del Señor Resucitado!

            La Gran Iglesia, desde su origen y a lo largo de los siglos, ha mirado como precioso tesoro el prodigio eucarístico, el Amor entregado del Señor dándose en el Sacramento. Toda palabra de admiración se queda pequeña para engrandecer y agradecer esta Presencia eucarística.

            ¿Qué vemos al mirar el altar?
            ¿A quién dirigimos el corazón al orar ante el Sagrario?
            ¿Qué recibimos al comulgar?



            “En una ocasión, en Caná de Galilea, cambió el agua en vino, que es afín a  la sangre. ¿Y ahora creeremos que no es digno de fe al cambiar el vino en sangre?... Por ello, tomémoslo, con convicción plena, como el cuerpo y la sangre de Cristo. Pues en la figura [en la apariencia, con la forma] del pan se te da el cuerpo, y en la figura [en la apariencia, con la forma] de vino se te da la sangre, para que, al tomar el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas partícipe de su mismo cuerpo y de su misma sangre. Así nos convertimos en portadores de Cristo, distribuyendo en nuestros miembros su cuerpo y su sangre. Así, según el bienaventurado Pedro, nos hacemos “partícipes de la naturaleza divina””[1]


Esta era la catequesis de S. Cirilo de Jerusalén. Y ésta es la fe inamovible y cierta de todo fiel católico.

            A alguno le podrá parecer difícil creer que el pan y el vino dejan de ser pan y vino para ser el Cuerpo y la Sangre del Resucitado: creen que es más fácil mirar a Cristo en las imágenes, que el prodigio de la Eucaristía supera demasiado los estrechos límites de su razón, ni creen ni quieren creer ni comprender. Es el mismo escándalo que sufrieron muchos en la sinagoga de Cafarnaum al pronunciar Jesús el discurso del Pan de vida.

            La fe debe ser robustecida y confirmada: el Señor viene al altar, está y permanece con nosotros en las especies eucarísticas. Podría decirse que hay como un cierto sentido interior, sentido espiritual, que discierne, siente y percibe la presencia real del Señor. Es la fe con sus certezas interiores, es un sentido espiritual más verdadero que los sentidos corporales. “Sólo la fe nos alumbra” (S. Juan de la Cruz), pero ¡es luz en noches oscuras para las profundas cavernas de nuestros sentidos, oscuros y ciegos[2]!

            Así pues, 


“no debes considerar el pan y el vino (de la Eucaristía) como elementos sin mayor significación. Pues, según la afirmación del Señor, son el cuerpo y la sangre de Cristo. Aunque ya te lo sugieren los sentidos, la fe te otorga certidumbre y firmeza. No calibres las cosas por el placer, sino estáte seguro por la fe, más allá de toda duda, de que has sido agraciado con el don del cuerpo y de la sangre de Cristo”[3].


            Con fe te adoramos, Dios oculto aquí.
            Con fe, sólo ella nos alumbra, para reconocerte.

“¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche!

            Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo lo veo, aunque es de noche.

¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche!”


[1] Cat. Mistagógica IV, n. 2-3.
[2] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, canc. 3.
[3] Cat. Mistagógica IV, n. 6.

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