jueves, 31 de mayo de 2018

La santidad de todo un pueblo (Palabras sobre la santidad - LIV)

Fascinante y provocador es el reto: ¡todos llamados a la santidad, todos santos! Ya en el libro del Levítico, Dios se dirige a su pueblo Israel diciendo: "Seréis santos porque yo, el Señor, soy santo" (Lv 11,5). Esta misma cita la recoge el apóstol san Pedro para decirle a los bautizados, al nuevo y verdadero Israel, el pueblo de Dios: "está escrito: Sed santos..." (1P 1,16).


Realmente fascinante y provocador es el reto, ya que, por una parte, hay que ser consciente de la pertenencia gratuita, sacramental, por pura elección y gracia, a un pueblo santo porque le pertenece a Dios, porque es de Dios, porque Él lo diseña, lo convoca, lo dirige, lo santifica; por otra parte, reconociendo la belleza de la santidad, es un reto dejarse conducir personalmente por la mano del Señor y vivir santamente.

Sería un error considerar entonces la santidad no como la cualidad y la vocación de todos los miembros del pueblo cristiano, sino como una especial y exclusiva llamada a unos pocos, sacerdotes y consagrados, permitiéndose los demás miembros, la inmensa mayoría por otra parte, una vida cristiana bajo mínimos, formalmente correcta, pero sin tensión espiritual, ni elevación.

No, no puede ser así, ni sería sano ni espiritual ni pastoralmente olvidar que todos están llamados a la santidad, y que ésta no es una vocación para privilegiados, sino para todo bautizado:

                "Puesto que hablamos de santidad, es oportuno tocar brevemente aquí y corregir la opinión de quienes creen que la verdadera santidad, cual la propone la Iglesia Católica, no se refiere ni obliga a todos los cristianos, sino sólo a algunos, bien sea individualmente, o unidos a otros por votos religiosos.
           Este antiguo error reaparece en las abstrusas y descaradas expresiones de algunos que, desconcertados y desconcertadores, falsamente distinguen la perfección cristiana de la perfección evangélica, y hacen mediar absurdas distancias entre los actos de la caridad de los monjes y sacerdotes, y de los seglares; o bien distorsionan con falsas interpretaciones los decretos del reciente Concilio Ecuménico, en donde claramente se sanciona y desea de todos los fieles y toda clase de seglares deben tender con corazón pleno a la santidad de vida (LG 40; AA 4; GS 48), pues la gracia divina les da posibilidad" (Pablo VI, Carta apostólica Sabaudie gemma, 29-enero-1967).
Conscientes entonces de esta vocación a la santidad que a todos atañe, a nadie excluye, descubramos cómo hoy la Iglesia necesita hijos santos, y que la mejor forma de presentarse ante el mundo, y de ser creíble, es mediante la santidad de sus miembros.

En medio del mundo, de la ciudad secular, de la cultura post-moderna, los santos, ¡un pueblo santo!, se revela como una luz, una lámpara, un rayo del fulgor de la Belleza, que hiere, despierta, entusiasma, cuestiona.

"Una generación empapada de santidad" debería fecundar hoy nuestro mundo, con palabras de Pablo VI. Ellos, los santos, fecundan este mundo tantas veces árido, convertido en desierto y sequedal.

"¿Cómo conseguiremos conformar nuestra vida práctica a nuestra fe? ¿Cómo podremos imaginarnos el tipo moderno de creyente? ¿Cuál es la vocación del fiel hoy, cuando quiera tomarse en serio las consecuencias de su propio credo? Todos recordaremos cómo el reciente Concilio ha proclamado que “todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”, y añade: “También en la sociedad terrena esta santidad promueve un tenor de vida más humano” (LG 40). Esta afirmación conciliar sobre la vocación de todos y cada uno a la santidad, correspondiente “a los varios géneros de vida y a las diversas profesiones de cada uno, es de capital importancia: “Cada uno –prosigue el Concilio-, según los propios dones y oficios, debe avanzar sin demora por las vías de la fe viva, que enciende la esperanza y actúa por medio de la caridad” (Id., n. 41). 

Por eso debería desaparecer el cristiano que descuida los deberes de su elevación a hijo de Dios y hermano de Cristo, a miembro de la Iglesia. La mediocridad, la infidelidad, la inconstancia, la incoherencia, la hipocresía deberían desaparecer de la figura, de la tipología del creyente moderno. Una generación empapada de santidad debería caracterizar nuestro tiempo. No sólo debemos buscar el santo singular y excepcional, sino que debemos crear y promover una santidad de pueblo, exactamente como, desde los primeros albores del cristianismo, quería San Pedro, escribiendo sus conocidas palabras: “Vosotros sois una raza escogida, un sacerdocio real, una gente santa, un pueblo redimido... Vosotros, que en un tiempo no erais un pueblo, ahora sois pueblo de Dios” (1P 2,9-10)" (Pablo VI, Audiencia general, 3-julio-1968).

Los santos son quienes transforman el mundo y lo hacen más habitable, más humano por cuanto más divino. La santidad, como dice la Lumen Gentium, "promueve un tenor de vida más humano" (n. 40). Pensemos qué eficacia, qué fuerza transformadora, qué capacidad de arrastre y elevación, tendrá todo un pueblo santo, una Iglesia con hijos que quieren ser santos, que viven la santidad, la sueñan, la desean.

¡Son necesarios los santos para el mundo, para esta sociedad, para cada generación concreta! Pero, ¿se puede vivir la santidad? Este mundo tan cambiante, a velocidad de vértigo, esta sociedad post-moderna, sin referentes más que su relativismo enfermizo, ¿posibilita la santidad? ¿La dificulta? ¿La entorpece? ¿La llega a convertir en imposible? 

Es decir, aquí y ahora, ¿se puede vivir la santidad o es un imposible?

"Reflexionemos bien.  ¿Es posible alcanzar semejante meta? 
¿No nos encontramos en el mundo de los sueños? 
¿Cómo puede un hombre común de nuestro tiempo conformar su propia vida con un ideal auténtico de santidad y modelarla sobre las exigencias honestas y legítimas de la vida moderna? 

Hoy, además, cuando todo se discute, cuando no se quieren recibir de la Tradición las normas que orienten a la nueva generación, cuando la transformación de las costumbres es tan fuerte y evidente, cuando la vida social absorbe y arrolla la personalidad de cada uno, cuando todo está secularizado y desacralizado, cuando nadie sabe ya cuál es el orden constituido y el que hay que constituir, cuando todo se ha convertido en problema y cuando no se acepta que ninguna autoridad normal sugiera soluciones razonables enmarcadas en el área de la contrastada experiencia histórica. No podemos cerrar los ojos a la verdad ideológica y social que nos rodea; por el contrario, haremos bien en mirarla de frente con valiente serenidad. Podremos sacar de ahí muchas conclusiones favorables a nuestros principios sobre el humanismo privado de la luz de Dios. Pero ahora debemos responder a la pregunta que nos hemos hecho, y que haremos bien repitiéndola en el interior de nuestras conciencias: 
¿Puede hoy un hombre ser verdaderamente cristiano? 
¿Puede un cristiano ser santo (en el sentido bíblico del término)? 
¿Puede nuestra fe ser en realidad un principio de vida concreta y moderna?
 ¿Puede todavía un pueblo, una sociedad, o al menos una comunidad, expresarse en formas auténticamente cristianas?" (Pablo VI, Audiencia general, 3-julio-1968).

Pero nuestra esperanza, nuestra vida, es Cristo. Él es santo, el único Santo, y permite, realiza, logra esa santidad de sus hermanos, los redimidos y bautizados.

Él es quien hace que la santidad sea posible, se realice y se encarne en este mundo contemporáneo. ¡Cristo y sólo Cristo!

                "He aquí, hijos querídisimos, una buena ocasión para poner inmediatamente en acción nuestra fe. Respondemos que sí.  Nada nos debe asustar, nada nos debe detener. Es de Santa Teresa esta palabra: “nada te espante”. Apliquémonos a nosotros mismos las palabras de San Pablo a los romanos: “Si tú confiesas con la boca al Señor Jesús, y en el corazón tienes fe de que Dios lo ha resucitado de la muerte, serás salvo”. Esta es la brújula. En el mar inseguro y agitado del mundo presente, no perdamos de vista esta suprema dirección: Jesucristo. Él, luz del mundo y de nuestra vida, infunde en nuestros corazones dos certezas fundamentales: la certeza de Dios y la certeza sobre el hombre; una y otra se alcanzan en una total entrega de amor. Siendo así, ya no tentemos miedo a nada: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación o la angustia, el hambre, la desnudez, el peligro, la persecución, la espada?..., en todas estas cosas somos triunfadores por obra de Aquel que nos ha amado”, dice también San Pablo (Rm 8,35-37).
                Comenzad a ver cómo la fe puede tener un influjo determinante y corroborante sobre nuestra psicología y sobre nuestra vida práctica"  (Pablo VI, Audiencia general, 3-julio-1968).

1 comentario:

  1. Si nos tomásemos en serio los cristianos que nuestro destino es la santidad porque Dios nos ha hecho sus hijos, cambiaríamos el mundo.

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