lunes, 8 de enero de 2024

La gloria de la santidad (Palabras sobre la santidad - CXVII)



            El Señor es el único Santo, Santísimo, y enriquece a sus hijos con la gloria de la santidad, les hace partícipes de su propia santidad. Es el don mayor. Es la esperanza final del cristiano, ser santo. Es la vocación bautismal recibida por todos para que sea desarrollada a lo largo de la vida. Es la garantía de la fidelidad de la Iglesia a Cristo, lo que la embellece y hermosea, como Esposa del Señor.


            La santidad brilla en el mundo señalando la dirección correcta. Es signo de la presencia de Dios, de su acción entre sus hijos. La santidad es el fruto maduro, perfecto y precioso del cristianismo, de vivir cristianamente la existencia.

            La liturgia celebra y conmemora la santidad de sus hijos. En sus textos litúrgicos hallamos preciosas definiciones de la santidad, perspectivas de la santidad, incluso un canto a la santidad misma. Son bellos los textos litúrgicos: concisos, breves, pero conteniendo teología y espiritualidad, manifestando la fe de la Iglesia y no opiniones subjetivas.

            Un primer texto es el prefacio I de los santos, que lleva como título: “La gloria de los santos”.


            “Porque manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra”. Una primera afirmación teológicamente densa. La gloria de Dios se manifestó por ejemplo en la creación, donde los cielos cantan la gloria de Dios (cf. Sal 18 A); así es admirable su nombre por toda la tierra (cf. Sal 8).

            Manifestó su gloria en la encarnación de su Hijo, Palabra hecha carne; su gloria la mostró en el nacimiento, en el Tabor, en la cruz, en la resurrección y ascensión de Jesucristo. ¡Ha manifestado su gloria en su Hijo! Y su gloria se manifiesta en la asamblea de los santos, en la congregación de los santos que alaban y adoran a Dios porque cada santo es un reflejo de su gloria.

            “Al coronar sus méritos, coronas tu propia obra”. Es una frase de san Agustín (cf. En. in Ps. 102,7) insertada en el cuerpo de este prefacio. Dios corona los méritos de los santos, sus actos virtuosos, sus trabajos y sufrimientos. Son sus méritos que Dios recompensa, premia… porque da premio o castigo según sus obras. Pero esos méritos, siendo de los santos, perteneciendo a ellos, tienen a la gracia como origen y fuente, por eso “coronas tu propia obra”. Es la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica: “El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente” (CAT 2008); “Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf. Concilio de Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido [...] Los méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5)” (CAT 2009). Los méritos adquiridos de los santos son méritos que nacen de las mociones de la gracia en ellos. Así Dios, coronando los méritos de los santos, está coronando su propia obra en los santos.

            Los santos, nuestros hermanos, nuestros amigos, son un regalo de Dios para nuestras vidas cristianas. Lo son en tres direcciones: “Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino”. Los santos son ejemplo para nosotros: en sus vidas hallamos modelos para nuestra vida cristiana, luces que no se extinguen, ánimo y aliento al ver su peregrinar y contrastarlo con nuestros pasos. Son poderosos intercesores, cuyas oraciones suben con el humo de los perfumes ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 8,4). Podemos recurrir a su intercesión con la confianza de la amistad espiritual, de los lazos de parentesco que nos unen a ellos. Y en los santos, Dios nos da el poder participar de su destino.

            Para que participemos en el destino de los santos, pues esa es nuestra vocación propia, ¡la santidad!, prosigue el prefacio: “para que luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita”. “Luchemos sin desfallecer”: la vida cristiana no es jolgorio y fiesta, risas y carcajadas… sino alegría honda y lucha constante. La vida cristiana es combate espiritual contra el demonio, contra las fuerzas espirituales, contra el propio pecado. Es un combate arduo, una lucha que no acaba hasta la Parusía con la victoria definitiva de Jesucristo, Señor nuestro.

            También la vida cristiana se representa como una carrera, según la carta a los Hebreos (12,1-2). Requiere el esfuerzo de correr sin cansarse, sin pararse, sin equivocarse de dirección. Es una carrera en el estadio, donde una nube ingente de testigos nos jalea animándonos para seguir. La meta es la santidad donde seremos coronados por nuestro Señor, una corona que no se marchita, no es un premio o reconocimiento humano, sino un don de Dios, un don eterno, para siempre.

            Éste es, pues, nuestro deseo y nuestra meta: ser asociados a la gloria de los santos.


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