El
Señor es el único Santo, Santísimo, y enriquece a sus hijos con la gloria de la
santidad, les hace partícipes de su propia santidad. Es el don mayor. Es la
esperanza final del cristiano, ser santo. Es la vocación bautismal recibida por
todos para que sea desarrollada a lo largo de la vida. Es la garantía de la
fidelidad de la Iglesia a Cristo, lo que la embellece y hermosea, como Esposa
del Señor.
La
santidad brilla en el mundo señalando la dirección correcta. Es signo de la
presencia de Dios, de su acción entre sus hijos. La santidad es el fruto
maduro, perfecto y precioso del cristianismo, de vivir cristianamente la
existencia.
La
liturgia celebra y conmemora la santidad de sus hijos. En sus textos litúrgicos
hallamos preciosas definiciones de la santidad, perspectivas de la santidad,
incluso un canto a la santidad misma. Son bellos los textos litúrgicos:
concisos, breves, pero conteniendo teología y espiritualidad, manifestando la
fe de la Iglesia y no opiniones subjetivas.
Un
primer texto es el prefacio I de los santos, que lleva como título: “La gloria
de los santos”.
“Porque
manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos,
coronas tu propia obra”. Una primera afirmación teológicamente densa. La gloria
de Dios se manifestó por ejemplo en la creación, donde los cielos cantan la
gloria de Dios (cf. Sal 18 A); así es admirable su nombre por toda la tierra
(cf. Sal 8).
Manifestó
su gloria en la encarnación de su Hijo, Palabra hecha carne; su gloria la
mostró en el nacimiento, en el Tabor, en la cruz, en la resurrección y
ascensión de Jesucristo. ¡Ha manifestado su gloria en su Hijo! Y su gloria se
manifiesta en la asamblea de los santos, en la congregación de los santos que
alaban y adoran a Dios porque cada santo es un reflejo de su gloria.
“Al
coronar sus méritos, coronas tu propia obra”. Es una frase de san Agustín (cf.
En. in Ps. 102,7) insertada en el cuerpo de este prefacio. Dios corona los
méritos de los santos, sus actos virtuosos, sus trabajos y sufrimientos. Son
sus méritos que Dios recompensa, premia… porque da premio o castigo según sus
obras. Pero esos méritos, siendo de los santos, perteneciendo a ellos, tienen a
la gracia como origen y fuente, por eso “coronas tu propia obra”. Es la
enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica: “El mérito del hombre ante Dios
en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al
hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en
cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que
éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a
la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente” (CAT 2008); “Los
méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf. Concilio de
Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido [...]
Los méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5)” (CAT 2009).
Los méritos adquiridos de los santos son méritos que nacen de las mociones de
la gracia en ellos. Así Dios, coronando los méritos de los santos, está
coronando su propia obra en los santos.
Los
santos, nuestros hermanos, nuestros amigos, son un regalo de Dios para nuestras
vidas cristianas. Lo son en tres direcciones: “Tú nos ofreces el ejemplo de su
vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino”. Los santos
son ejemplo para nosotros: en sus vidas hallamos modelos para nuestra vida
cristiana, luces que no se extinguen, ánimo y aliento al ver su peregrinar y
contrastarlo con nuestros pasos. Son poderosos intercesores, cuyas oraciones
suben con el humo de los perfumes ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap
8,4). Podemos recurrir a su intercesión con la confianza de la amistad espiritual,
de los lazos de parentesco que nos unen a ellos. Y en los santos, Dios nos da
el poder participar de su destino.
Para
que participemos en el destino de los santos, pues esa es nuestra vocación
propia, ¡la santidad!, prosigue el prefacio: “para que luchemos sin desfallecer
en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita”.
“Luchemos sin desfallecer”: la vida cristiana no es jolgorio y fiesta, risas y
carcajadas… sino alegría honda y lucha constante. La vida cristiana es combate
espiritual contra el demonio, contra las fuerzas espirituales, contra el propio
pecado. Es un combate arduo, una lucha que no acaba hasta la Parusía con la
victoria definitiva de Jesucristo, Señor nuestro.
También
la vida cristiana se representa como una carrera, según la carta a los Hebreos
(12,1-2). Requiere el esfuerzo de correr sin cansarse, sin pararse, sin
equivocarse de dirección. Es una carrera en el estadio, donde una nube ingente
de testigos nos jalea animándonos para seguir. La meta es la santidad donde
seremos coronados por nuestro Señor, una corona que no se marchita, no es un
premio o reconocimiento humano, sino un don de Dios, un don eterno, para
siempre.
Éste
es, pues, nuestro deseo y nuestra meta: ser asociados a la gloria de los
santos.
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