Desde muy antiguo, sobre el siglo
V-VI, la Liturgia
de las Horas se comienza entonando el que preside: “Dios mío, ven en mi
auxilio”, a lo que todos responden: “Señor, date prisa en socorrerme”,
añadiéndole después el “Gloria al Padre y al Hijo… Amén. (Aleluya)”. Así se
entonan las alabanzas divinas.
“Dios
mío, ven en mi auxilio…” es un versículo del salmo 69,2. Se pide la ayuda de
Dios para comenzar a cantar debidamente su gloria. Ya san Benito da testimonio
de esta práctica en su Regla: “En primer lugar dígase el verso “Dios mío ven en
mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme”, el gloria y el himno de cada
hora” (RB 18,1).
¿Cuál
es el alcance de este versículo? ¿Qué dice, qué expresa, qué suplica? San
Agustín lo glosa diciendo: “Luego clamemos todos al unísono con estas palabras:
Dios mío, ven en mi auxilio. Pues
necesitamos de continua ayuda en este mundo. ¡Cuándo no la necesitaremos! Sin
embargo, ahora, colocados en medio de la tribulación digamos de modo
particular: Dios mío, ven en mi auxilio”
(Enar. in Ps. 69,2).
En
esta vida terrena, peregrina, siempre seremos –con expresión agustiniana-
mendigos de Dios, mendigos de su gracia: suplicamos siempre su ayuda, su
asistencia.
Este
versículo era muy de la devoción privada de los primitivos monjes. Casiano lo
elogia y afirma que los monjes egipcios lo usaban como jaculatoria para
fomentar en ellos el espíritu de oración. Fácilmente pasará, pues, al inicio de
cada Hora del Oficio divino. Las palabras de Casiano son deliciosas y
espirituales:
“Si queréis que el pensamiento de
Dios more sin cesar en vosotros, debéis propone continuamente a vuestra mirada
interior esta fórmula de devoción: Deus in adiutorium meum intende, domine ad
adiuvandum me festina [Dios mío ven en mi auxilio; Señor, date prisa en
socorrerme]. No sin razón ha sido preferido este versículo a todos los de la Escritura. Contiene
en cifra todos los sentimientos que puede tener la naturaleza humana. Se adapta
felizmente a todos los estados, y ayuda a mantenerse firme ante las tentaciones
que nos solicitan.
En efecto, entraña la invocación
hecha a Dios para sortear los peligros, la humildad de una sincera confesión,
la vigilancia de un alma siempre alerta y penetrada de un temor perseverante,
la consideración de nuestra fragilidad. Hace brotar asimismo la esperanza
consoladora de ser atendidos y una fe ciega en la bondad divina, siempre pronta
a socorrernos. Quien recurre sin cesar a su protector, adquiere la seguridad de
que le asiste a todas horas. Viene a ser como la voz del amor urgente, de la
caridad acendrada; es como la explicación del alma cuya mirada se posa medrosa
sobre las asechanzas que la rodean, que tiembla frente a los enemigos que la
asedian día y noche, y de quienes sabe que no puede librarse sin el auxilio de
aquel que invoca…” (Juan Casiano, Colaciones, X,10).
Al
comenzar así la Liturgia
de las Horas, este versículo inicial tiene el fin de preparar el alma a la
oración y pedir a Dios la gracia de rezar bien: “No te alabarían mis labios a
no ser que hubiera precedido tu misericordia. Por tu don te alabo; debido a tu
misericordia te alabo. Pues no hubiera podido alabar a Dios si no me hubiera
dado él que pudiera alabarle” (S. Agustín, Enar. in Ps. 62,12).
Es
una invocación humilde y muy conveniente para cantar cada jornada las alabanzas
divinas ya que “el versículo recuerda que sólo de Dios puede venirnos la gracia
de alabarlo dignamente” (Juan Pablo II, Aud. General, 15-octubre-2003). Por
eso, es “petición de la ayuda divina para realizar dignamente la plegaria”[1].
Sólo
la gracia puede hacer que la mente concuerde con la voz y no se distraiga; que
el pensamiento se fije en las palabras y el corazón se inflame de afecto al
Señor, cantando con pureza, consciente de que se une a la alabanza eterna que
resuena en las moradas celestiales y que Cristo canta los salmos con nosotros,
ora por nosotros y en nosotros.
“Ven”:
palabras que la liturgia dirige siempre al Espíritu Santo; así, esta invocación
inicial, es una epíclesis, una petición humilde para que descienda el Espíritu
Santo, mueva a la alabanza y nos permita orar como conviene sin desfallecer.
Todo terminado con la doxología, la alabanza a la Santísima Trinidad,
como es propio de la liturgia.
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