Algo
más hay en los santos que cualidades naturales o rasgos de temperamento: la
gracia potenció y elevó lo que en ellos había por naturaleza, y así los puso al
servicio de Dios. Realmente un santo no es un superhombre o alguien muy
especial y distinto porque hayan nacido así, sino porque Dios obró en ellos, la
gracia actuó y los fue transformando. Si la santidad fuera sólo una naturaleza
humana genial, diferente, ni los santos habrían sido santos y nosotros
tendríamos que renunciar ya a completar nuestra vocación a la santidad. No
podríamos ser santos.
Es
Dios quien hace santos, a cada uno de un modo distinto y confiriéndoles gracias
distintas, diversas. Reza por ejemplo la liturgia: “Oh Dios, que diste a san
Raimundo de Peñafort una entrañable misericordia para con los cautivos y los
pecadores” (OC, 7 de enero). Este santo, tal vez por nacimiento, pudiera ser
sensible al dolor y al sufrimiento ajeno, teniendo empatía, pero “la entrañable
misericordia” que lo llevó a la santidad fue Dios quien se la dio.
La
oración colecta del gran san Eulogio de Córdoba prosigue en esa misma línea: “Señor
y Dios nuestro: tú que, en la difícil situación de la Iglesia mozárabe, suscitaste
en san Eulogio de Córdoba un espíritu heroico para la confesión de la fe” (OC,
9 de enero). Hay caracteres más apocados y otros más atrevidos y lanzados;
caracteres más cohibidos y los hay más arriesgados… pero la defensa de la fe en
la Iglesia mozárabe hasta el martirio no le vino a san Eulogio por su natural
carácter, sino por una actuación de Dios que suscitó en él “un espíritu heroico”.
La santidad es obra de Dios. Al ver lo que obró en los santos, le pedimos que
actúe igualmente en nosotros ahora: “Te rogamos, Señor, nos concedas el
espíritu de fortaleza…” (OC, 20 de enero, san Sebastián).
Todo
lo que vemos en los santos es obra preciosa de Dios, no construcción humana. En
ellos se transparenta la acción divina: “Oh Dios que hiciste brillar con
virtudes apostólicas a los santos Timoteo y Tito” (OC, 26 de enero). Es Dios
con su poder quien crea a los santos y los dota de una personalidad propia,
sobrenatural, completa y acabada: “Oh Dios, que hiciste de santo Tomás de
Aquino un varón preclaro por su anhelo de santidad y por su dedicación a las
ciencias sagradas” (OC, 28 de enero). Incluso su propia vocación y misión, su
carisma y apostolado concreto, no fue una simple opción humana entre otras,
sino don de Dios que los predestinó y eligió, confiándoles una parcela concreta
para trabajar: “Señor, Dios de las misericordias, que hiciste a san Jerónimo
Emiliani padre y protector de los huérfanos” (OC, 8 de febrero); “oh Dios, que
iluminaste a los pueblos eslavos mediante los trabajos apostólicos de los
santos hermanos Cirilo y Metodio” (OC, 14 de febrero); “oh Dios que elegiste a
tu obispo san Patricio para que anunciara tu gloria a los pueblos de Irlanda”
(OC, 17 de marzo); “Señor, tú que has elegido a san Juan Bautista de la Salle
para educar a los jóvenes en la vida cristiana” (OC, 7 de abril).
Los
grandes rasgos de los santos, aquello que caracteriza o define su perfil
espiritual, es Dios quien se lo otorgó, enriqueciendo la Iglesia: “Señor, tú
que infundiste en san Juan de Dios espíritu de misericordia” (OC, 8 de marzo); “oh
Dios, que nos diste en santa Francisca Romana un modelo singular de vida
matrimonial y monástica” (OC, 9 de marzo); “Señor, Dios todopoderoso, tú
elegiste a san Isidoro, obispo y doctor de la Iglesia, para que fuese
testimonio y fuente del humano saber” (OC, 26 de abril).
Con
el testimonio de la liturgia, en cuyos textos hallamos sin vacilación la ley de
la fe (lex credendi), la santidad se presenta como acción de Dios, una obra de
Dios, que suscita y elige, que otorga y confiere, que sitúa en la Iglesia y en
el mundo, y que encomienda tareas concretas, misiones específicas, apostolados
personalísimos.
El
santo es siempre obra sobrenatural de Dios.
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