5. En el crecimiento y desarrollo
del alma hasta alcanzar la imagen de Cristo, adquiriendo las distintas
virtudes, es necesaria la virtud cardinal de la fortaleza para no desistir de alcanzar un bien arduo o difícil.
La
fortaleza enardece la voluntad para que no desista ni se canse, por grandes que
sean las dificultades, sobre todo en los inicios donde el enemigo hará más
daño, ya que “si el demonio conoce que no está con gran determinación de
perseverar, no le dejará ni a sol ni a sombra” (Sta. Teresa, C 23,4).
En la vida espiritual y en el camino hacia la
perfección, la virtud cardinal de la fortaleza se hace necesaria, porque en el
camino de la virtud hay gran número de obstáculos y dificultades que es preciso
superar con valentía si queremos volar hasta Dios y superar lo terreno y
mundano que hay en nosotros.
Para ello es menester mucha decisión o
“determinada determinación” que dice Sta. Teresa, para emprender el camino
cueste lo que cueste; mucho valor para no asustarse frente a los ataques del
Maligno que querrá asustarnos y cansarnos; mucho coraje y valentía para
atacarle, rechazando sus tentaciones y entregándonos a la oración, y mucha
constancia y aguante para llevar el esfuerzo hasta el fin sin abandonar las
armas en medio del combate.
Toda esta firmeza y energía la proporciona la
virtud de la fortaleza que viene sellada con el don de fortaleza del Espíritu
Santo. Hay que pedirle al Espíritu nos dé su don de fortaleza.
La constancia y la perseverancia son
dos virtudes derivadas de la fortaleza que ayudan para no abandonar el trabajo
emprendido aunque sea prolongado el tiempo de luchas y dificultades, y “en esta
perseverancia está todo nuestro bien” (Sta. Teresa, 4M 3,9).
Ser
constante es tener presente el objetivo que el Señor ha trazado y recordándolo
cada día, avanzar; la constancia se ejerce día a día. La perseverancia mira el
objetivo trazado y resiste en paz a todas las dificultades que se van
presentando. Son virtudes que los grandes santos han vivido para responder bien
a lo que el Señor quería de ellos y que los mismos santos encarecen: “Cuando te
envía tristezas, tribulaciones, cuando viene un trabajo tras otro, entonces,
sí, es de ver la constancia de los que sirven [a Dios]” (S. Juan de Ávila, Serm. 62 en la Natividad de la Virgen). Sin constancia ni perseverancia jamás alcanzaremos ninguna madurez
espiritual.
“Quiere el Señor que estemos entre mil trabajos, que todos nos conviden a impaciencia y desesperación, y entre todas aquellas marañas, que esté firme nuestra esperanza y asosegada nuestra voluntad. Mirad que la virtud, si no es combatida, no es probada; y la no probada no es mucho de estimar. Y así como tiene la castidad sus combates, y la paciencia y otras semejantes virtudes, así los tiene nuestra fe y esperanza; y así como la mejor castidad es la más combatida, así cuando no sintiéredes en vos cosas que os combatan vuestra confianza, no penséis que es mucho de estimar” (S. Juan de Ávila, Ep. 48), porque “no vale nada buscar a Dios sin perseverancia y esperanza. Dos alforjas has de llevar para buscar a Dios, que son confianza y perseverancia... Así como la castidad se prueba cuando te anda siguiendo y solicitando, así la confianza se prueba con la persecución” (S. Juan de Ávila, Serm. 5 (2) en la Epifanía).
6. Como última virtud para el
crecimiento de la persona a imagen de Cristo, la paciencia. Quien lleva la iniciativa en nuestra vida y quien da
el crecimiento a lo sembrado es Dios, y el Señor es paciente, tremendamente
paciente y en su pedagogía permite que fracasemos muchas veces incluso en los
deseos más santos, para que nos humillemos, volvamos a Él y reconozcamos su
obra. Esta pedagogía lleva su tiempo en nosotros, pero no nos exime de
colaborar y poner todo de nuestra parte. Pero es Él quien da el crecimiento, Él
marca el ritmo y el tiempo.
Dios es paciente con nosotros y no
nos exige más de lo que podemos dar y sabe de nuestros cansancios y debilidad.
Sin embargo, somos muy impacientes con nosotros mismos, y nos juzgamos muy
duramente exigiéndonos a veces más de lo que Dios espera de nosotros. Caemos y
nos enfadamos con nosotros mismos, perdiendo la esperanza en nuestro propio
crecimiento, pero eso es orgullo, un orgullo claro y refinado de la propia
perfección. Advertía s. Juan de la
Cruz: “Cuantos más propósitos hacen, tanto más caen, y tanto
más se enojan, no teniendo paciencia... que también es contra la dicha
mansedumbre espiritual” (N1,5,3).
Sin alterarnos, con paciencia,
confiados en Dios, hemos de volver a levantarnos y seguir avanzando y luchando,
porque la impaciencia y el orgullo pretenden hacernos desistir en lo bueno y
santo que nos hayamos propuesto. La paciencia –siempre humildad- acepta el
fracaso, la caída, y se levanta de nuevo para seguir. Ya Dios dará le
crecimiento, dará el fruto. La paciencia lo sabe.
Trazado el panorama de virtudes que
contribuyen a nuestro crecimiento y desarrollo de nuestra alma según el plan y
el proyecto de Dios, sólo habrá que meditarlas, desearlas y pedírselas al
Señor. Y con ello, mirar nuestra vida, revisarla con Cristo y querer avanzar
por donde Él nos trace, porque es el Señor el que marca ya cada uno “le
enseña el sendero de la vida”.
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