“La imposición de manos y la Plegaria de Ordenación
son el elemento esencial de todas las Ordenaciones… Mientras se imponen las
manos, los fieles oran en silencio, pero participan en la Plegaria de Ordenación
escuchándola…” (PR 7).
Se
reitera en las rúbricas; en la ordenación episcopal: “El obispo ordenante
principal impone en silencio las manos sobre la cabeza del elegido. A
continuación, acercándose sucesivamente, lo hacen los demás Obispos también en
silencio” (PR 45); en la ordenación de presbíteros: “El Obispo impone en
silencio las manos sobre la cabeza de cada uno de los elegidos. Después de la
imposición de manos del Obispo, todos los presbíteros presentes, vestidos de
estola, imponen igualmente en silencio las manos sobre cada uno de los
elegidos” (PR 130); por último, en la ordenación diaconal: “El obispo impone en
silencio las manos sobre la cabeza de cada uno de los elegidos” (PR 206).
No
suena el órgano, no se canta nada, nada se dice. Es el silencio de la acción
del Espíritu Santo comunicándose por la imposición de manos.
Con
la belleza acostumbrada y dominio de la palabra, explicaba Benedicto XVI este
silencio:
“Según la Tradición apostólica, este
sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La
imposición de manos se realiza en silencio. La palabra humana enmudece. El alma
se abre en silencio a Dios, cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para
sí y, a la vez, lo cubre para protegerlo, a fin de que, a continuación, sea
totalmente propiedad de Dios, le pertenezca del todo e introduzca a los hombres
en las manos de Dios” (Benedicto XVI, Hom. en la ordenación episcopal,
12-septiembre-2009).
“Para nosotros, aquí reunidos, la
referencia al gesto ritual de la imposición de las manos es muy significativo.
En efecto, también es el gesto central del rito de la ordenación, mediante el
cual dentro de poco conferiré a los candidatos la dignidad presbiteral. Es un
signo inseparable de la oración, de la que constituye una prolongación
silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obispo consagrante y, después de él,
los demás sacerdotes ponen las manos sobre la cabeza de los ordenandos
expresando así la invocación a Dios para que derrame su Espíritu sobre ellos y
los transforme, haciéndolos partícipes del sacerdocio de Cristo. Se trata de
pocos segundos, un tiempo brevísimo, pero lleno de extraordinaria densidad
espiritual…
En esa oración silenciosa tiene
lugar el encuentro de dos libertades: la libertad de Dios, operante mediante el
Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La imposición de las manos expresa
plásticamente la modalidad específica de este encuentro: la Iglesia, personificada en
el obispo, que está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que
consagre al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las
manos y se encomienda a dicha mediación. El conjunto de estos gestos es
importante, pero infinitamente más importante es el movimiento espiritual,
invisible, que expresa; un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que
lo envuelve todo, tanto en el interior como en el exterior” (Benedicto XVI,
Hom. en las ordenaciones presbiterales, 27-abril-2008).
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