5. “Se es cristiano por la fe y
esperanza, pero para que logremos el fruto de ellas nos es precisa la
paciencia” (S. Cipriano,
id., 13). La espera y la paciencia se sostienen en que
Dios es Fiel y cumplirá sus promesas, todas ellas, hasta las más secretas e
íntimas que Dios nos haya realizado, pues “la paciencia todo lo alcanza”.
Con
la espera y la paciencia, iremos completando en nosotros lo que hemos empezado
a ser por el bautismo y conseguir, por Gracia de Dios, lo que creemos y
esperamos. Es San Juan de la Cruz
el que alienta al escribir: “Por un bien tan grande como la unión con Dios,
mucho conviene pasar y sufrir con paciencia y esperanza” (S3, 2, 15).
La espera y la paciencia, igualmente, en hacer el bien y entregarnos
sin desánimo, aunque sean grandes las dificultades: “pues que tenemos tiempo, obremos el bien a todos, principalmente con
los de nuestra fe. No dejemos de hacer el bien, pues a su tiempo recogeremos la
cosecha” (Gal 6,
9-10). Y también “por
vuestra parte hermanos, no os canséis de hacer el bien” (1Ts 5).
La
paciencia, además, lucha perseverante contra el mal, sin rendirse nunca. Es
hermosa la exhortación de S. Cipriano:
“Así que la paciencia, hermanos amadísimos, no sólo conserva el bien, sino que repele el mal. El que sigue el impulso del Espíritu Santo y se adhiere a lo divino y celestial lucha ardorosamente echando mano al escudo de sus virtudes contras las fuerzas de la carne, que asaltan y rinden al alma. Echemos, en resumen, una mirada a algunos de los muchos vicios para que lo dicho de pocos se entiende de los demás. El adulterio, el fraude, el homicidio son delitos mortales. Tenga la paciencia robustas y hondas raíces en el corazón y nunca se manchará con el adulterio el cuerpo consagrado como templo de Dios, ni un alma íntegra consagrada a la justicia se corromperá con el espíritu de fraude; jamás se teñirán de sangre las manos que han llevado la eucaristía [por la comunión en la mano” (Id., 14).
La paciencia es una virtud muy
relacionada con la caridad, pues, porque se ama, se espera, y el amor será capaz de aceptar el sufrimiento
por otro sólo si está revestido de paciencia y firmeza: “la caridad todo lo aguanta, todo lo espera”. Y las exhortaciones
paulinas indicarán siempre “sed pacientes unos con otros, perdonándoos como
Dios os perdonó en Cristo”.
La paciencia será la que nos permita
cumplir muchos de los preceptos evangélicos: no jurar, ni hablar mal, ni exigir
lo que te han quitado, ofrecerla otra mejilla después de recibir la bofetada,
perdonar a quien nos ha ofendido setenta veces siete, amar a los enemigos,
rogar por los adversarios y enemigos. “¿Podrías acaso sobrellevar todos estos
preceptos si no fuera por la fortaleza de la paciencia? – pregunta S. Cipriano
en su tratado-. ¿Y de la ira, de la discordia, de las enemistades? Responde S.
Cipriano: “Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no entrarán en él, o,
si intentaren forzar la entrada, presto son rechazadas y se retiran, de modo
que continúa el asiento de la paz en el corazón donde Dios tiene sus delicias
en habitar” (Id., 16).
6.
La paciencia engendra frutos preciosos en la vida cristiana. San Cipriano en su
tratado escribirá así:
Hermanos amadísimos, una vez ya vistas con atención las ventajas de la paciencia y las consecuencias de la impaciencia, debemos mantener en todo su vigor la paciencia, por la cual estamos en Cristo y podemos llegar con Cristo a Dios; ésta, por ser tan rica y variada, no se ciñe a estrechos límites ni se encierra en breves términos. Esta virtud de la paciencia se difunde por todas partes y su exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras acciones puede medrar en merecimientos si no recibe de ella su estabilidad y perfección.
La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; ella modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de la pasión, reprime el tono de orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad [...], la trabajosa castidad [...], la indivisible unión de los casados. Ella mantiene la humildad de los que prosperan; da fuerzas en la adversidad y mansedumbre frente a las injusticias y afrentas. Ella enseña a perdonar pronto a los que nos ofenden y a rogar con ahínco e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, nos hace tolerar las persecuciones, nos hace consumar el martirio. Ella es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe. Ella levanta en alto nuestra esperanza; ella encamina nuestras acciones por el camino de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. Ella nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando la paciencia del Padre (nº 20).
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