Lo
escatológico no es solamente lo último, más allá del tiempo y de la historia;
no es solamente, para el alma individual, las realidades últimas del juicio
particular, cielo, infierno y purgatorio: lo escatológico está ya presente pero
aún no realizado, porque la escatología se vislumbra ya, entra en lo histórico,
es nuestro deseo y nuestra meta.
La
Iglesia misma es peregrina y la escatología ilumina su realidad histórica, la
orienta. No está encerrada sólo en el tiempo y para este mundo, en cuyo caso,
olvidada la escatología, se convertiría en una simple ONG de tareas
humanitarias y solidarias. El destino de la Iglesia no es este mundo ni suplir
las carencias de los Estados y sus gobiernos, sino el reino de Cristo y la
eternidad bienaventurada.
La
constitución Lumen Gentium aborda estas relaciones en su capítulo VII, “Índole
escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial”.
La Iglesia “no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste” (LG
48). La renovación final de todas las cosas, de todo lo creado, “en cierta
manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la
tierra, está adornada de verdadera santidad” (LG 48).
En
el tiempo y en la historia, la Iglesia va construyéndose como Templo vivo del
Dios altísimo y su edificación sólo se rematará con la venida en gloria de
Cristo, al final de los tiempos.
“Es
así como se edifica la Jerusalén del cielo. El templo en el que Dios reside se
construye con piedras vivas, se levanta con caridad constante; en él todos lo
recibimos todo de Dios, y en Él Dios, libre, se contempla como en un espejo en
la preciosa libertad de cada uno.
Será
uno de los mayores descubrimientos que hagamos en la gloria, el de la
incomprensible expectación con la que Dios nos contemplaba mientras luchábamos.
Dios es paciente porque es eterno. Puesto que conoce el barro de su criatura,
sabe que, con sólo enviarle su aliento, puede ya, de ella, esperar maravillas.
Y las espera. Cualquier vida humana merece la atención de Dios” (Pinell, J. M.,
Año litúrgico y vida cristiana,
Barcelona 2003, 82).
Dios
ve cómo se edifica su Iglesia; Dios ve cómo cada piedra viva va ajustándose
progresivamente en el edificio espiritual. La Iglesia, con cada uno de sus
hijos, va edificándose hasta el cielo.
La
santidad es plena en la escatología. Nada impuro entra en el cielo. En la
gloria son coronados los santos y los mártires y desde el cielo contemplan
nuestra carrera en el estadio, y esa nube ingente de testigos nos animan en la
carrera que ahora nos toca.
“Jesucristo
espera al final de los tiempos para manifestar la gloria que ahora ya posee. No
quiere darla a conocer mientras todos los escogidos no puedan manifestarse con
él, y todos puedan gozar de aquella gloria suya como de bien común.
Jesucristo
hace esperar el grandioso momento de su presencia, porque sabe que entonces se
hará visible su trabajo secreto de santificación de cada alma. Y quiere que en
aquella misma hora de la verdad y de la justicia se ponga de manifiesta el
esfuerzo y la confianza de cada alma mientras Él la santificaba.
Jesucristo
quiere que su gloria aparezca como gloria de sus santos; y su victoria, como
victoria de los santos” (Ibíd.).
La
Parusía del Señor, su segunda venida y la gloria, serán una manifestación de la
santidad. No sólo se revelará el trabajo oculto de la gracia en la
santificación de cada alma, sino también la multitud inmensa de santos
ordinarios, anónimos, que vivieron la santidad de lo cotidiano. Lo oculto será
desvelado. Y la santidad mostrará su gran número y su refulgente belleza. Todo
empezó aquí en la tierra, pero se consuma en el cielo. La escatología será
también una gran muestra y exposición de la santidad.
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