El culmen de toda la creación es el hombre, creado a imagen
y semejanza de Dios, que es constituido señor de la creación, co-creador con
Dios: "le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo
sometiste bajo sus pies" (Sal 8). Ya sólo este principio corregiría todo falso ecologismo, tan extendido.
El hombre es creado por pura bondad de Dios, mostrando así
su gloria; crea al hombre libre, dialogante, señor, con capacidad para amar.
Todo hombre, por tanto, es un signo de la gloria del Señor:
Sobre todo has dejado la huella
de tu gloria en el hombre, creado a tu imagen. Tú lo llamas a cooperar con el
trabajo cotidiano en el proyecto de la creación y le das tu Espíritu para que
sea artífice de justicia y de paz, en Cristo, el hombre nuevo[1].
El hombre es creado como signo del poder de Dios que llama a
la existencia a lo que no existe, como signo de la santidad de Dios y de su
libertad, siendo su creatura preferida y amada.
Dios está ligado al hombre para
siempre porque es eterna su misericordia, y en él se complace. De ahí
que:
La gloria de Dios es el hombre
vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios
por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra,
cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que
ven a Dios[2].
Más aún, el hombre es un signo más claro de la gloria del
Señor porque se ha convertido en templo vivo de Dios. El Señor habita en el
corazón del hombre por el Espíritu convirtiéndolo así en morada de Dios, en
piedra viva de un templo espiritual.
El hombre, como templo vivo, es un signo claro de la
presencia de Dios en medio del mundo porque también él ha sido cubierto con la
gloria del Señor al recibir el don del Espíritu, que es la misma Gloria del
Señor[3] en el Bautismo. Con razón
cantará la liturgia:
Señor tú que edificas el templo
de tu gloria con piedras vivas y elegidas, multiplica, en tu Iglesia, los dones
del Espíritu Santo[4].
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