3. Puede ayudarnos a captar la
grandeza de este cántico evangélico la Tradición de los Padres.
Escribe
S. Ambrosio:
“Que resida, pues, en todos el alma de María, y que esta alma proclame
la grandeza del Señor; que resida en todos el espíritu de María, y que este
espíritu se alegre en Dios; porque, si bien según la carne hay sólo una madre
de Cristo, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros, pues todo aquel que
se conserva puro y vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad,
puede concebir en sí la
Palabra de Dios.
El que alcanza, pues, esta perfección proclama, como María, la grandeza
del Señor y siente que su espíritu, también como el de María, se alegra en
Dios, su salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la
grandeza del Señor.
El Señor es engrandecido ciertamente, pero no en el sentido de que
reciba por medio de nuestras palabras algo que a él le faltaba, sino porque con
estas palabras él queda engrandecido en nosotros. En efecto, porque Cristo es
la imagen de Dios, cuando alguien actúa con piedad y con justicia engrandece la
imagen de Dios -pues todo hombre ha sido creado a su imagen y semejanza- y, al
engrandecer esta imagen, también él queda engrandecido por una mayor
participación de la grandeza divina” (Exp. In Luc., 2,26-27).
Por
su parte, Beda el Venerable comenta el Magnificat casi versículo a versículo:
“María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi
espíritu en Dios mi salvador.»
«El Señor -dice- me ha engrandecido con un don tan magnífico e inaudito
que no se puede explicar con palabras humanas, y el mismo corazón con todo su
amor apenas puede llegar a comprenderlo. Por lo tanto, me entrego con todas mis
fuerzas a la alabanza y a la acción de gracias, contemplando la grandeza de
aquel que es eterno, y gustosamente le consagro mi vida, sentimientos y
pensamientos, porque mi espíritu se alegra en la divinidad eterna de Jesús, es
decir, del Salvador, que se ha revestido de mi carne y reposa en mi
seno.»
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo.
Estas palabras se relacionan con el comienzo del cántico, donde se
dice: Proclama mi alma la grandeza del Señor. Sin duda que sólo aquel en quien
el Poderoso hace obras grandes sabrá proclamar dignamente la grandeza del Señor
y podrá exhortar a los que, como él, se sienten enriquecidos por Dios,
diciendo: Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.
Pues el que no proclama la grandeza del Señor, sabiendo que es
infinita, y no bendice su nombre será el último en el reino de los cielos. Se
dice que su nombre es santo porque, por su inmenso poder, trasciende toda
creatura y está infinitamente por encima de todas las cosas creadas.
Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia. Con toda
propiedad el cántico llama siervo o niño del Señor a Israel, pues, para
salvarlo, Dios lo acogió como se acoge a un niño obediente y humilde, según
aquello que dice Oseas: Cuando Israel era un niño yo lo amé.
Porque quien no quiere humillarse no puede tampoco ser salvado ni decir
con el profeta: Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida, pues, el que se
haga pequeño tal como este niño será el más grande en el reino de los cielos.
Como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su
descendencia por siempre.
Al hablar aquí de la descendencia de Abraham no se refiere a la
descendencia según la carne, sino según el espíritu, es decir, no sólo habla de
aquellos que han sido engendrados según la carne, sino también de todos
aquellos que han seguido los pasos de Abraham por medio de la circuncisión de
la fe. Porque Abraham creyó cuando estaba en la circuncisión y, ya entonces, su
fe le fue tenida en cuenta para la justificación.
Por lo tanto la venida del Salvador fue prometida a Abraham y a su
descendencia por siempre, es decir, a los hijos de la promesa, de quienes se
dice: Si sois de Cristo sois por lo mismo descendencia de Abraham, herederos
según la promesa.
Con razón la madre del Señor y la madre de Juan se adelantaron con sus
respectivas profecías al nacimiento de sus hijos; con ello, de la misma forma
que el pecado comenzó por la mujer, también por la mujer se inicia la
salvación, y la vida, que fue perdida por el engaño que sedujo a una sola
mujer, es ahora devuelta al mundo por la profecía de dos mujeres que compiten
en su empeño por anunciar la salvación” (Com. Ev. Luc., Libro 1, 46-55).
Sigamos
con Beda el Venerable. Predica una homilía glosando el Magnificat y termina dando
una razón del porqué la
Iglesia lo entona en el oficio de Vísperas, al caer la tarde,
cuando la jornada declina y miramos al Sol que no conoce el ocaso:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios
mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones
singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios
comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.
Proclama la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus
afectos interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la observancia de
los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la
majestad de Dios.
Se alegra en Dios su salvador el espíritu de aquel cuyo deleite
consiste únicamente en el recuerdo de su creador, de quien espera la salvación
eterna.
Estas palabras, aunque son aplicables a todos los santos, hallan su
lugar más adecuado en los labios de la
Madre de Dios, ya que ella, por un privilegio único, ardía en
amor espiritual hacia aquel que llevaba corporalmente en su seno.
Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús,
su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de
la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de
ser, en una misma y úrica persona, su verdadero hijo y Señor.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo.
No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la
libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por
norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y
fuertes.
Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces
la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran
que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una
participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al
oráculo profético que afirma: Todo el que invoque el nombre del Señor se
salvará, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se
alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
Por esto se introdujo en la
Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar
diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya
que así el recuerdo frecuente de la encarnación del Señor enardece la devoción
de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los corrobora
en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de Vísperas, para
que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las múltiples
preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a encontrar el
recogimiento y la paz del espíritu” (Hom., Lib. 1,4).
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