A lo largo de la liturgia de la Misa, el sacerdote no
solamente ora en nombre de todos las distintas plegarias en voz alta, sino que
su propio ministerio ordenado recibe una gran ayuda con las oraciones en silencio,
submissa voce, que va recitando, atentamente, a lo largo de la santa Misa.
Ya
antes de la Misa,
en la sacristía, habrá guardado momentos de recogimiento mientras se revestía,
antes de salir al altar de Dios, para adecuar su alma sacerdotal al Misterio
que va a ofrecer. Por eso el Ceremonial recuerda cómo hay que cuidar “que se
observe el silencio y la modestia en la sacristía y en el secretarium” (CE 37)
y es taxativo, antes y después de la celebración, en recomendar: “Pongan todos
esmero en guardar silencio, respetando así tanto la común disposición de ánimo
como la santidad de la casa de Dios” (CE 170).
Las
oraciones personales del sacerdote, en voz baja, a lo largo de la Misa son:
-
Antes del Evangelio, profundamente inclinado ante el
altar (“Purifica, Dios todopoderoso…”)
-
Cuando besa el Evangelio, una vez proclamado (“Las
palabras de tu Evangelio borren nuestros pecados”)
-
Al mezclar el agua en el vino del cáliz (“El agua unida
al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina…”)
-
Una vez presentadas las ofrendas, profundamente
inclinado reza (“Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y
nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios
nuestro”)
-
Al lavarse las manos inmediatamente
después (“Lava del todo mi delito y limpia mi pecado”).
-
Reza en silencio cuando,
partiendo el Pan consagrado, deja caer una partícula del Pan en el cáliz (“El
cuerpo y la sangre de Cristo unidos en este cáliz sean para nosotros alimento
de vida eterna”).
-
Antes de comulgar, recita en
silencio una de las dos oraciones que el Misal le propone y luego hace
genuflexión.
-
Al comulgar cada una de las especies (“El Cuerpo de
Cristo me guarde para la vida eterna”, “la Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna”).
-
Purificando los vasos sagrados después de la comunión,
encomienda a Dios el fruto de la comunión de todos (“Haz, Señor, que recibamos
con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y el don que nos haces
en esta vida nos aproveche para la vida eterna”).
Es
necesario que el sacerdote ore personalmente, y estas oraciones prescritas por
el Ordinario de la Misa
actual son ayudas para ser consciente del ministerio que realiza. Ratzinger
explicaba así su valor:
“Otro momento, establecido por la
misma liturgia, para un silencio meditativo, que no interrumpe la acción
litúrgica sino que forma parte de ella, son las oraciones en silencio del
sacerdote. Desde una cierta visión sociológica y pragmática de la misión
sacerdotal en la eucaristía, se han reprobado estas oraciones y se han tratado
de suprimir, en la medida de lo posible. El sacerdote se define, desde este
punto de vista sociológico y funcional, como el “presidente” de la celebración
litúrgica; y esta última se concibe como un tipo de asamblea. De este modo, el
sacerdote debe actuar siempre en función de la asamblea. Pero la misión
sacerdotal en la eucaristía es más que la presidencia de una asamblea. El
sacerdote es el pre-sidente en el encuentro con el Dios vivo y está también como
persona en camino hacia Él. Las oraciones sacerdotales en silencio invitan a
una personalización de su tarea, a que él también se entregue con su propio yo
al Señor. Al mismo tiempo, son una forma de destacar que cada uno, de forma
totalmente personal y, sin embargo, en conjunto, sale al encuentro del Señor.
El número de estas oraciones sacerdotales se ha reducido mucho en la reforma
litúrgica, pero gracias a Dios siguen existiendo como antes y deben existir”[1].
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